きまぐれオレンジロード

 

Kimagure Orange Road: A

las puertas del oto–o

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Cap’tulo 1: Una nueva ciudad (Bailando entre los recuerdos)

 

 

 

 

La luz cegadora del sol de junio penetra a travŽs de la ventana. La verdad es que ya no sŽ si es el amanecer o el atardecer. De hecho, hace tiempo que dej— de importarme. Izumi y Akemi duermen junto a su ojīchan Takashi, cada uno a un lado. Ambos tienen once a–os acabados de cumplir. Sobre mi regazo lo hace Kenji, de ocho. En realidad, me avergŸenzo de lo que he tenido que hacer: darle un par de somn’feros para que durmiera durante todo el trayecto. Pero no ten’a alternativa si quer’a que fuera lo menos inc—modo posible.

Hemos despegado del Aeropuerto Internacional de Narita a las ocho de la ma–ana en un vuelo de Virgin Atlantic y hemos aterrizado en Heathrow a las siete y media de la tarde. Podr’a haber sido en Schipol, en Orly o en el Charles De Gaulle. Prefer’ Londres porque ya lo conoc’a de otros viajes. Tras dos horas de espera, hemos cogido un avi—n de Iberia que nos conduce a nuestro destino. Miro el reloj. Son las once y diez de la noche segœn el GMT de Tōkyō. Quince horas en el aire. Esto es lo que pasa cuando no existe un vuelo directo. No pienso adaptar la hora hasta que lleguemos. Maldito jet lag. Casi olvidaba lo desagradables que resultan los trayectos de larga distancia. Esto casi no tiene nada que ver con los viajes que Madoka y yo hacemos a Estados Unidos para ver a sus padres, su hermana, su marido y nuestros sobrinos.

Miro la alianza que descansa en mi mano izquierda y cierro los ojos. Madoka: la licenciada cum laude en Literatura y Arte por la Universidad de Waseda. La prestigiosa profesora de mœsica de una de las escuelas m‡s importantes de todo Jap—n. La sensacional letrista, compositora e instrumentalista que ha maravillado al pa’s y a parte del extranjero. El amor de mi vida. Todav’a recuerdo aquella noche m‡gica en Yokohama, cuando por primera vez la llamŽ por su nombre. Ayukawa: quien empez— a convertirme en una persona un poco menos dubitativa y torpe. El çngel que me rob— el coraz—n con un sombrero de paja rojo. Hace ya tanto tiempo. Algunas veces, intuyo que sab’a muy bien a quien se lo daba. ÀPor quŽ entregarle el regalo de su primer amor, su mayor tesoro, a m’, que por aquel entonces resultaba ser un desconocido? Apuesto a que no lo era, pues entre el encuentro en los 99 / 100 escalones y el acontecido bajo el ‡rbol de los recuerdos, mi rostro apenas hab’a cambiado.

Pero todo eso, ahora, da igual. Soy Kasuga Kyōsuke, 35 a–os. El amor de mi vida, que hace unos d’as ha cumplido los 36, me ha abandonado a las puertas del oto–o. SŽ donde est‡. Pero no quŽ hacer.

Por megafon’a, la azafata nos informa que el avi—n est‡ a punto de tomar tierra, y nos pide que nos abrochemos los cinturones. ÁPobre hijo m’o! Aœn sigue dormido. Tengo que alzarlo de mi regazo, sentarlo y at‡rselo. Izumi y Akemi, que ya se han despertado, no tienen esos problemas, aunque debo decir que son m‡s formales que Kenji. Me recuerda demasiado a mi primo Kazuya o, tal vez, a Ojīchan, si hago caso de lo que me contaba Obāchan de peque–o. Me cost— mucho obtener el permiso de Matsuoka-sensei, la directora del colegio Kōryō, para que se ausentasen unas semanas. Y m‡s, en pleno periodo de ex‡menes. Suerte que su padre, que hab’a sido profesor en nuestra Žpoca en el gakkuen y que nos conoc’a bien, la convenci—. Entendi— que la ausencia de Madoka podr’a alterar su rendimiento, y concluy— que lo m‡s apropiado era mantener a los ni–os cerca de su padre. A cambio, le promet’ que estudiar’an y recuperar’an lo perdido. Reconozco desde el aire Barcelona y sus alrededores. No es Tōkyō, pero me llama la atenci—n la densidad urbana que se aprecia desde las alturas. La asfixia de las calles, emparedadas como un katsusando por el mar y las monta–as. TambiŽn, que estŽ delimitada por dos r’os.

Ya tiene guasa la cosa. Viajamos junto a un numeroso grupo de compatriotas que van a hacer turismo. La excusa es la misma que me conduce hasta all’: la obra de Antoni Gaud’. La diferencia radica en que ellos est‡n de vacaciones y yo trabajando. ÁQuŽ pesado se puso Yagami, el director del peri—dico donde escribo y publico, con el reportaje sobre el ÔA–o Gaud’Õ!: que si me he quedado sin efectivos, que si eres nuestro mejor hombre, que si un reportaje firmado por alguien de prestigio aumentar‡ la tirada de ejemplares, que si conf’o en tus dotesÉ Bla, bla, bla. Y suerte que no me record— que ten’a que justificar mi sueldo. Todav’a se hablaba de mi desaparici—n en Bosnia, de mi brillante trayectoria, de los mœltiples galardones que hab’a recogido a lo largo de mi carreraÉ Y de mi mujer, aunque Žsta se hab’a encargado de que nunca se refirieran a ella como la Ôesposa deÕ.

ÁQuŽ lejos queda mi graduaci—n en facultad de Periodismo de Waseda! El mismo a–o que MadokaÉ S—lo que con no tantos honores. Al final, aceptŽ la propuesta. Y lo hice por dos razones. La primera: porque mi jefe es tan cabezota como su hija Ibuki. La segunda: porque entend’ que era una buena oportunidad para salir del pa’s y estar lo suficientemente ocupado como para olvidarme de mi desdichaÉ O, al menos, eso cre’. Por desgracia, no sab’a que los muros que levanta la mente caen demolidos por el cansancio. Y eso no lo puede evitar ni los superpoderes del clan Kasuga. El lecho es demasiado grande en la ausencia de quien se ha amado tanto. Igual que el peso del cuerpo que se ha estrechado tantas veces. Igual que el perfume de su piel, blanca y fina. Eso sin contar el agravante de los sue–os premonitorios, mezclados con los recuerdos y las pesadillas de lo vivido en Bosnia, que sin ni tan siquiera desearlo, han vuelto con mayor virulencia.

Ajusto la hora al GMT de la ciudad. Las dos de la mediod’a: ya hemos llegado al Aeropuerto de El Prat. Barcelona est‡ a unos pocos kil—metros. Tenemos m‡s sue–o que hambre. Kenji sigue ajeno a todo, dormitando. Como continœe as’, me va a dar la noche. Mi padre juega y sonr’e junto a Izumi y Akemi. QuŽ feliz se le ve a pesar del cansancio. Parece mentira, teniendo en cuenta que siempre ha sido muy serio conmigo y con mis hermanas. No sŽ si ser‡ por los nietos, porque tras tantas aventuras est‡ a punto de retirarse como fot—grafo free lance o porque, con la excusa del reportaje, encontr— una buena oportunidad para conocer la ciudad. Segœn Žl mismo, viene para ayudarme en todo aquello que necesite. ÁAhora me explico de quien ha heredado la caradura mi hermana Kurumi!

Su esposa, Kyōko, se ha quedado en Jap—n. Menos mal. No porque sea una mala mujer. Al contrario, es un encanto. El problema est‡ en que ellaÉ TambiŽn tiene poderes. Igual que el pueblo de mis abuelos. Si Kenji ya me da ciertos quebraderos de cabeza, no quiero ni pensar lo que hubiera sido un problema al cuadrado. A ratos se comporta como mi hermana Kurumi. Son tal para cual. Me enterŽ de todo unas semanas despuŽs de mi luna de miel junto a MadokaÉ Y no precisamente por boca de mi padre:

– ÀMoshi, moshi? Casa de los Kasuga. Ah!, eres tœ Manami-chan.

– Onīchan, me alegro de que hayas vuelto. Tengo que hablarte de oyaji... Est‡ saliendo con una mujer.

– ÁÁÁQuŽ!!!

– S’, una tal Kyōko. Ayer nos la present— a Kurumi-chan y a m’ en el restaurante. No sŽ que pensar‡n Ojīchan y Obāchan de todo esto, pero estoy preocupada.

– Oye, otōsan ya es mayor para decidir con quien sale. Adem‡s, ninguno de nosotros estamos ya en casa.

– ÁÀPero, quŽ dices?! ÁÀY ofukuro-san quŽ?! ÁÀNo la quer’a tanto?!ÁÀYa se ha olvidado de ella?!

DespuŽs supe que se la hab’a presentado Obāchan durante mi ausencia. Mi padre hab’a viajado hasta el pueblo de mis abuelos, cerca del Parque Nacional de los Alpes Japoneses, para atender a Ojīchan, que estaba gravemente enfermo. Sus exequias fue el primer acto al que asisti— Kyōko. Manami ni tan siquiera le dirigi— la mirada. Fue entonces cuando intervino Madoka. Hasta entonces, la relaci—n entre ambas hab’a sido un poco ambigua. A pesar de que sus caracteres son similares, mi esposa experimentaba hacia mi hermana peque–a un extra–o sentimiento de amor y odio a partes iguales. Por un lado, Manami fue quien desencaden— la ruptura de nuestro tri‡ngulo de amistad al mostrarle a Hikaru el sombrero de paja rojo, revelarle la verdad y obligar a Madoka, indirectamente, a tomar una decisi—n. Pero por el otro, tambiŽn comport— un terrible dolor en su interior, ya que perd’a moment‡neamente a su mejor y œnica amiga. Ambas pasearon un largo rato por el lago. DespuŽs, cuando se separaron, le preguntŽ a mi mujer:

– Madoka-san, ÀquŽ le has dicho?

Primero me observ— con ese aire grave que adopta cada vez que hay un tema serio de por medio. Luego, sonr’o y me tom— del brazo:

– S—lo que conf’e en mi. Estoy segura de que tu abuela habr‡ tenido razones de peso para present‡rsela a Takashi-san.

Efectivamente. Un par de noches despuŽs del funeral, Obāchan habl— a solas con Manami. Son como dos gotas de agua separadas por el tiempo. Tras la charla, corri— a pedir perd—n ante mi padre y Kyōko. Implor—, en caso de que se casaran, el honor de acoger el banquete. Yo estaba sentado en una de las barcas, junto al lago, contemplando la luna llena reflejada en el agua. Como tenia por costumbre, Obāchan apareci— discretamente, de improviso:

– ÁKyaaah! Me has asustado.

– Te felicito, Kyōsuke-chan. Tienes una esposa estupenda.

– S’, menos cuando se enfada. Si supieras que humor tieneÉ Por cierto, ÀquŽ le has explicado a Manami-chan?

– Desde que os marchasteis de casa, he encontrado a vuestro padre muy desmejorado. Se le ve’a triste. Supongo que porquŽ ya no era lo mismo sin vosotros. En aquel momento pensŽ que hab’a llegado el momento de levantar la casa de nuevo.

– ÀLevantar la casa?

– Rehacer su vida. Cre’ que deb’a volver a tener esposa. Como puedes figurarte, la sugerencia puso furioso a Ojīchan, que se neg— en redondo. ÁQuŽ hombre m‡s cabezota!... Era del mismo parecer que Manami-chan y, adem‡s, estaba el tema del secreto de nuestro pueblo. Entonces, me enterŽ de que Kyōko-chan, la mejor amiga de tu madre, tambiŽn hab’a enviudado.

– ÀY otōsan estaba de acuerdo?

– Ten’a sus dudas. Ya sabes que quer’a mucho a tu madre. Entonces le expliquŽ la relaci—n que ten’a con Kyōko-chan. Para ella, Akemi-chan era como su onēsan, y estoy segura de que hubiera dado el visto bueno.

– ÀY como convenciste a Ojīchan?

– Fue mucho m‡s f‡cil. Kyōko-chan tambiŽn tiene poderes.

– ÁÁÁÁÁÁÁQuŽ!!!!!!

– No gritesÉ ÀQuŽ quer’as que hiciera? Era la alternativa m‡s l—gica para mantener a salvo nuestras habilidades.

Por fin llega el cafŽ. Excelente. Siento decirlo, pero es mejor incluso que los que el Master prepara en el Abakabu con su m‡quina expresa directamente importada desde Seattle. Me parece que se equivoc— de sitio. Deber’a haberla tra’do de aqu’ o de Italia. Cierro los ojos por un instante, tratando de descansar un poco. Sin embargo, un ruido hace que los abra de golpe. De inmediato, una escena me llama la atenci—n: ante el pasmo de quienes les rodean, una chica abofetea a un muchacho en la terminal de vuelos nacionales. Me llev— la mano a la mejilla. Un chispazo elŽctrico rescata un momento muy lejano que hab’a dormido en mi mente: el d’a en que Madoka parti— hacia Estados Unidos y todos supieron la verdad.

Necesito dormir. De hecho, me gustar’a dedicar los pr—ximos d’as a aclimatar mi maltrecho cuerpo al GMT +2. Sin embargo, no puedo. Por primera vez en mi vida, tengo miedo de verdad. Los sue–os premonitorios de todo tipo se mezclan con los recuerdos vividos junto a Madoka. No quiero aceptar que se ha acabado. Y no sŽ si ella lo habr‡ hecho. En especial, despuŽs de lo que Hikaru me dijo por telŽfono: ÒKasuga-sempai, por favor, dime quŽ est‡ pasando... Cada vez tengo m‡s la sensaci—n de que tiene que ver contigo. Y algo me dice que huye de tiÉÓ

De camino al hotel, en el taxi, echo una peque–a cabezada. De nuevo, lo real y lo so–ado se mezclan. Ante mi acuden los recuerdos de una estancia de verano en la playa, para hacer surf. Por mi mente desfilan las im‡genes de aquella chica, que llegamos a creer que era un fantasma. Madoka se desmay— pensando tal cosa. Se llamaba Koto. Sus palabras resuenan como un potente eco: ÒÀEs tu novia? Si es as’, protŽgelaÓ. A continuaci—n, la acci—n se traslada al Abakabu, en los d’as en que se supo la verdad y mi mujer desapareci— del mapa. Sentado en la barra, frente al Master, rescato lo que me dijo: ÒCu’dalaÉ Te conf’oÉ A Ayukawa-kunÓ.

La imagen se oscurece. Hasta que, de golpe, un resplandor me deja moment‡neamente ciego. Noto que mi cuerpo est‡ inmovilizado. Poco a poco, recupero la visi—n y empiezo a reconocer el lugar en el que estoy. Es un juzgado improvisado en un edificio medio abandonado y en ruinas. Me escoltan dos soldados vestidos con uniformes de combate de la Guerra de Bosnia. No doy crŽdito a lo que veo. Son mis hermanas. Mis manos y mis pies est‡n atados con grilletes. Todos los que est‡n all’ son personal militar. Aparece el magistrado. Y, al reconocerlo, la situaci—n se vuelve aœn m‡s irreal: es Hikaru. El papel de fiscal lo ejerce mi hermana Manami. Ni tan siquiera tengo un abogado. Se me acusa de incumplimiento grave del deber y de traici—n. Por la silla, que hace las veces de estrado, desfilan el Master, Koto, Akane, Komatsu, Hirose SumirŽ, Yūsaku, Hatta... S—lo Ushiko y Umao testifican a mi favor. El resto lo hace en contra. Unos me acusan de jugar con los sentimientos de las personas. Otros, de torpe y de no prestar atenci—n a mis deberes.

El picar del mazo marca el fin del juicio y la sentencia. Todos los asistentes se retiran. Mis hermanas me toman por el brazo y me conducen hacia el centro del lugar. Me ponen de rodillas, me colocan las manos a la espalda y cambian la posici—n de los grilletes. El oficial que da la orden de ejecuci—n es Yūsaku. El soldado a cumplirla se acerca. Mi rostro se llena de pavor cuando lo reconoce: es Madoka. Me apunta con su fusil a la nuca. Y, en el momento en que estoy a punto de escuchar el sonido de la detonaci—n del arma, suena un telŽfono.

Es lo que me devuelve a la realidad y me estremece. Me despierto en sœbito. Paralizado, analizo la pesadilla. Siento que he defraudado a todos profundamente. Ni la he protegido ni merezco ahora mismo su confianza. Ni un as de corazones, ni un ‡rbol frondoso lleno de recuerdos, ni un lazo rojoÉ Nada. No sŽ que hora es. Cojo el reloj de la mesilla. Las nueve de la ma–ana. Mi œnico consuelo es la cama: la de un hotel de cinco estrellas en la avenida Diagonal, con unas excelentes vistas de la ciudad. Es lo que tiene ser un buen reportero. A pesar de que los chicos duermen en otra habitaci—n, Kenji me ha amargado estas dos œltimas jornadas. Tal vez sea el jefe Yagami, pregunt‡ndome por el desarrollo del reportaje. M‡s vale que no se entere de que todav’a no he empezado. Y casi acierto. La recepci—n me comenta que la llamada es, efectivamente, desde Tōkyō. Al otro lado del aparato espero encontrar a mi superior.

Sin embargo, quien est‡ es mi compa–ero ÒPaparazoÓ. All’ son las cinco de la tarde. ÀEs que no tiene nada mejor que hacer? Todo toma sentido cuando me comenta que una chica joven y muy atractiva hab’a preguntado por m’. Nada particularÉ El muy pervertido. Hasta que a–ade un detalle que me inquieta y me acaba de despertar: la persona en cuesti—n era idŽntica a mi esposa, s—lo que con menos a–os y vestida de una manera muy informal. Agrega que, hasta tal punto no daba crŽdito a lo que hab’an visto sus ojos, que tuvo consultar una foto m’a junto a Madoka que le hab’a dejado de mi Žpoca universitaria. Adem‡s, no se identific—. Le pregunto por lo que le hab’a dicho. Responde que ÒTan s—lo cubriendo un reportaje en BarcelonaÓ. Guardo silencio durante unos segundos. Al final, me despido precipitadamente de Žl. Me incorporo y me dirijo a la ventana. Unas nubes negras se divisan al fondo, hacia el mar. Va a llover. Y algo me dice que lo va a hacer sobre mojado.

Mientras cae la lluvia, los recuerdos arrecian sobre mi mente. Igual que un preso que no puede disfrutar de la luz del sol, las im‡genes de los momentos m‡s felices de mi vida caen una detr‡s de otra: el d’a en que conoc’ a Madoka, la cita en los botes de remo, las verdades que el alcohol revel— de nosotros mismos, los instantes pasados en los columpios del parque, los Natsu Matsuri y los Tanabata que hemos vivido juntos, el Omisoka en que casi la hipnoticŽ, la primera declaraci—n para alejar a Hirose SumirŽ, la aventura en el telecabina, la declaraci—n de amor bajo el ‡rbol de los recuerdos, el primer segundo beso, la respuesta definitiva al final de los 99 / 100 escalones, la Žpoca en Waseda, el nacimiento de mis sobrinos, la bodaÉ Nuestra luna de miel en Hawai. Inolvidable. Sobretodo, aquella noche de luna llena sobre la cubierta del yate, solos, desnudos, abrazados, devor‡ndonos a besos y caricias. Con la mœsica de las olas del mar como banda sonora original.

Y yo que me quejaba de los tifones que, de tanto en tanto, asolan el pa’sÉ Pocas veces debo haber visto llover tanto en tan poco tiempo. No quiero pensar en mi esposa pero, por primera vez en mucho tiempo, la echo de menos. No se si ser‡ el hecho de haberla perdido. Tal vez, para siempre. Finalmente, resuelvo centrarme en el reportaje. Conecto el port‡til a la terminal de red y busco en Internet informaci—n sobre el protagonista de mi trabajo. ÁQuŽ torpe que soy! No he adaptado el sistema del PC al ASCII, y lo œnico que veo son recuadros. TendrŽ que improvisar algo. Bajo a hasta la recepci—n y pido un encuentro con el encargado de relaciones pœblicas del hotel. Le explico mi caso y me recomienda que, primero de todo, visite el parque GŸell. M‡s teniendo en cuenta que han venido mis hijos. A–ade que se lo pasar‡n bien.

Al d’a siguiente, el despertador del servicio de habitaciones rompe en mil pedazos el sue–o que ocupaba mi mente. Sin embargo, no sŽ si me ha hecho un favor o no. Estaba en la habitaci—n de un hotel, sentado en una silla, desnudo, contemplando el amanecer a travŽs de la ventana. De improviso, unos brazos rodeaban mi cuerpo por detr‡s del asiento: ÒÁTe tengo!Ó. Era mi çngel. Tan desnuda como cuando vino al mundo. Tan bella como una diosa inmortal. Tan alegre y juguetona como en los tiempos de Waseda... Se sentaba en mi regazo, y nos abraz‡bamos y bes‡bamos como ya no recordaba. Mir‡bamos el horizonte anaranjado, caprichoso. Sonre’a como si no hubiera pasado nadaÉ Y justo cuando se volv’a para sentarse entre mis piernas, el timbre martilleaba la imagen y la reduc’a a a–icos.

Me recojo sobre las rodillas, en la cama. Ojal‡ fuera un sue–o premonitorio. Por desgracia, no ha sido el œnico: la he tenido en el lecho, entre mis brazos, despuŽs de haber hecho el amor. La he abrazado y besado en un atardecer, en el muelle de un puerto, con el eco de las gaviotas de fondo. La he consolado tras haber abusado del cognac, en mi propia habitaci—n, cuando viv’a en la Green House. Me he revolcado con ella en la nieve, jugando y sonroj‡ndome por la vergŸenza olvidada. Hemos correteado juntos a lo largo de una playa de arena blanca, desierta, donde nada ni nadie molestaba. Lo que nunca me hab’a pasado, me est‡ sucediendo ahora: la desesperanza me aplasta. Dudo mucho que sea as’. Repas‡ndolo todo, me doy cuenta de que la realidad se ha convertido en ficci—n. Inevitablemente, las l‡grimas se escapan. Tantos a–os juntos y soy incapaz de entender el porquŽ.

Sœbitamente, unas palabras de nuestra Žpoca de instituto en el Kōryō, acuden a mi mente. Es el recuerdo de aquella pel’cula, Poli de bandas. A pesar de las reticencias de Madoka, participamos todos. Lo malo fue que casi me cuesta la enŽsima mudanzaÉ Y perderla para siempre: ÒYo, los recuerdos los quiero ir creando de uno en unoÓ. Es extra–o. Desde entonces, no he necesitado volver a cambiarme de ciudad. Sin embargo, seguro que desde hace tiempo ya no se han realizado m‡s. Enciendo el port‡til y conecto un dispositivo de memoria USB. Dentro de Žste, en varias carpetas, guardo las fotos m‡s significativas y especiales. Est‡n las de mis hijos, mis hermanas, mis sobrinos y mi esposa. Es, precisamente, la que abro: el retrato de su rostro, angelical y dulce. Una muy sugerente de nuestra Žpoca en Waseda, desnuda y cubierta s—lo por una manta. Dos vestida con el sēji fukan del Kōryō, en verano, y con guantes y bufanda en invierno, tap‡ndose la cara con las manos.

Un par de hetaionas en las que se abr’a el escote del mono de esqu’ o, vestida de hawaiana, se pon’a de espaldas y se tapaba con su brazo los senos. Unas cuantas en las que compart’amos una manta por la calle, en un d’a de fr’o. Una muy formal, en la que vest’a con pantal—n, chaleco, camisa y corbata. Un momento muy lejano en el que mi mujer parec’a una ni–a, llevando una falda con peto negra, camisa blanca, calcetines a juego y zapatos negros, sosteniendo un sombrero de paja. Me siento m‡s arrastrado al pasado al contemplar una instant‡nea de nuestra juventud muy lejana: mi esposa vestida con una blusa negra, minifalda y medias largas. Yo con vaqueros, cazadora, camiseta y zapatillas.

Sigo repasando fotos. Otra muy especial me ata todav’a m‡s a lo vivido. Es la que mi padre nos sac— a Madoka y a m’ en la playa, con ocasi—n de una sesi—n que tuvo que hacer como favor personal. Ambos ’bamos cogidos de la mano. QuŽ cabezota me puse con ella para que posara. Pero era lo que deseaba. Esa foto se la entreguŽ, como siempre, metiendo la pata. Casi le doy la que me sac— junto a Hikaru. Estaba enmarcada en la habitaci—n de soltera de mi esposa y, en cuanto tuve ocasi—n, la escaneŽ. La emoci—n me encierra en el momento en que rescato lo que me dijo mi padre sobre esa foto al revelarse: ÒMir‡ndoos a los dos recuerdo cuando tu madre y yo Žramos j—venesÓ. Y no era el œnico que pensaba as’. Ojīchan reconoci— que Madoka, vestida con el yukata, con el pelo recogido en una cola de caballo, y arreglada para las grandes ocasiones, tambiŽn guardaba gran parecido con ella. Cuanto tiempo ha pasado desde entonces.

La siguiente consigue que me centre: es mi mujer vestida con un hōmongi blanco, faja azul y cuello ligeramente rojo. Era en el Ōmisoka, justo cuando nos dirig’amos al templo a realizar las oraciones. Estaba radiante y preciosa, con los cabellos recogidos en una cinta roja, un poco alborotados y la luna llena a su espalda, inmensa. M‡s bien parec’a que era ella quien la estaba eclipsando. Todav’a recuerdo aquel en el que, presuntamente, la hipnoticŽ y estuve a punto de ba–arme junto a ella. Menos mal que convenci— a Yūsaku de que todo hab’a sido un malentendido, que si no, no queda nada de m’. L‡stima que este œltimo Shogatsu lo haya pasado cubriendo la enŽsima crisis en Palestina, y tom‡ndome el toshikoshi soba en Tel-Aviv. Por desgracia, ninguna de ellas me responde a la pregunta que castiga mi mente: Àpor quŽ se ha marchado?

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Cap’tulo 2: La huida (Un triste coraz—n en llamas)

 

 

 

Esta vez, no me sobresalta el ruido martillador del despertador. Lo hace el piar de los p‡jaros en el jard’n. Su regreso indica que la primavera ya est‡ aqu’. Y con Žsta, el mes de abril. Aquel en el que Madoka y yo nos conocimos en los 99/100 (Ào eran 99,5?) escalones. ÀCuanto hace ya de ello?: veintiœn a–os. El sol se alza sin nubes en el horizonte. Hoy promete ser un gran d’a. Tanteo el otro lado de la cama esperando encontrar a mi esposa. Pero me equivoco. Pienso que habr‡ madrugado para entrevistarse con algœn representante. òltimamente, sus composiciones y sus letras est‡n muy solicitadas. Supongo que me habr‡ dejado una nota, como tiene por costumbre. El resto de los d’as se levanta conmigo y desayunamos todos juntos. Son las jornadas de docencia en la escuela de mœsica.

Me incorporo para preparar el desayuno y los bentō, y dar de comer Pisuke y Taro, nuestros gatos. Menos mal que se parecen a su padre Kōtaro, que sino. Tan ocupado estoy que no reparo en el bloc de notas de la mesa. DespuŽs, voy a despertar a los ni–os. Como siempre, Izumi y Kenji son los primeros. Sacar de la cama a Akemi me cuesta un triunfo y, en ocasiones, el uso de los poderes. No sŽ como se las apa–a Madoka para levantarla. Mientras me arreglo, recuerdo lo torpe y dubitativo que aœn soy para segœn que cosas en su ausencia. Entre otras, el nudo de la corbata, la elecci—n de la ropa o el peinado. Desayunamos y acompa–o a mis hijos hasta el colegio. Hoy, d’a 1, comienzan el curso y no tengo ganas de perderme la Ceremonia de Apertura. Ahora entiendo porquŽ le costaba tanto levantarse a mi hija. A nadie le gusta que se acaben las vacaciones. Ni tan siquiera a m’, que ya no recuerdo lo que eran. DespuŽs, cojo mi Vespa y me dirijo a la redacci—n del diario donde trabajo. Por primera vez en mucho tiempo, puedo seguir una rutina normal. Me he pasado una larga temporada de un lado para otro, cubriendo cr—nicas y reportajes en los m‡s diversos lugares del pa’s, y a veces, del mundo. Ha sido agotador, pero apasionante.

La siesta: gran invento el de los espa–oles. Que pena que no pueda echar una cabezada. Parece mentira que a esta hora de la tarde todo estŽ tan tranquilo en la redacci—n. Y m‡s hoy, que los nuevos se han incorporado a sus puestos de trabajo. Es muy raro que todav’a no hayan recibido ninguna broma. QuŽ ingenuo que soy. Suena el telŽfono. La recepcionista me comunica que tengo una llamada de un tal Komatsu Seiji. A–ade que es muy urgente. Aunque hace unos meses que no hablamos, porque nuestras agendas no suelen coincidir, le he pedido que s—lo me llame al celular. Nunca a casa o a aqu’:  

– S’, soy Kasuga.

– Kasuga-san, tengo algo muy importante que contarte.

Ya puedo echarme a temblar. Cuando Komatsu habla en esos tŽrminos, las palabras ÔsucioÕ, ÔobscenoÕ y ÔpervertidoÕ van a emerger de inmediato. Y m‡s hoy, que es un d’a se–alado para las bromas. Con la edad que tiene y todav’a no ha madurado. Es lo que tiene estar soltero. Menos mal que ninguna de mis hermanas cay— en sus zarpas. Y pensar que fui yo quien le pervert’, cuando saltŽ al pasado y le entreguŽ esa revista hetaionaÉ:

– Esta ma–ana he visto a tu mujer en la terminal 1 del aeropuerto de Narita.

– ÀY eso es lo que tienes que contarme?

– Espera, espera, dŽjame explic‡rtelo todo. Esta ma–ana, a eso de las ocho y media, Hatta-san y yo acab‡bamos de llegar de Roma, tras promocionar en una important’sima feria de Manga su m‡s reciente creaci—n. El caso es que vimos a Ayukawa-san, con una sola maleta, dirigirse a la terminal 1.

– ÀY?

Definitivamente, est‡ de co–a. Se nota que hoy es el D’a de los Inocentes:

– ÁDespierta, Kasuga-san! ÀQuŽ no te das cuenta? Por la terminal 1 embarcan, entre otras compa–’as, British Airways. Y justo un rato despuŽs iba a despegar un vuelo hacia Londres. Nos ha extra–ado mucho. Normalmente viaja a Estados Unidos, con Northwest Airlines o con JALÉ Y suele hacerlo junto a ti.

O tal vez noÉ Tiene raz—n. ÀQuiŽn dijo que iba a ser un gran d’a? Un golpe de luz ilumina mi memoria. Ahora que lo piensoÉ ÁNo he encontrado una nota encima de la mesa que me diga nada! Un escalofr’o casi gŽlido empieza a recorrer mi espalda:

– ÁÀSe puede saber entonces por quŽ no has avisado antes?!

– Porque tras casi trece horas de vuelo, Hatta-san y yo hemos llegado muy cansados y nos hemos largado a dormir. Me acabo de despertar hace nada.

– Sumimasen. Domō arigatō, Komatsu-san. Siento dejarte, pero tengo que hacer una llamada muy importante. Sayōnara.

Cuelgo el aparato sin darle casi tiempo a despedirse. El escalofr’o ya me ha recorrido todo el cuerpo. Busco el nœmero del restaurante de mis hermanas, que est‡ en Yokohama. Soy torpe hasta para tener una agenda ordenada. Afortunadamente, encuentro el del celular de mi cu–ado Sōichirō. Le llamo y le comento que tengo que hablar con Manami de algo muy importante, y que no encuentro el nœmero del trabajo. Con su amabilidad habitual, me lo dicta y me pregunta si estoy nervioso. Reconozco que s’, pero no le explico los motivos, pues aœn est‡n por confirmar. Mis manos tiemblan, y me cuesta horrores teclear el nœmero. Finalmente, los toques. Al cabo del sexto, escucho a alguien descolgar el aparato:

– ÀMoshi, moshi? Restaurante Ikkoku. Al habla Kasuga Manami.

– Menos malÉ

– Onīchan, ÀquŽ quieres? Estamos muy ocupadas preparando la cena.

– Manami-chan, te llamo s—lo para preguntarte una cosa: estos œltimos d’as, Àhas notado algo extra–o en Madoka-san? No sŽ, alguna acci—n que se saliera de lo que habitualmente hace.

– Que yo sepa, noÉ Un momento. Ha pasado algo, Àverdad?

– Todav’a no te lo puedo confirmar.

Se hace el silencio. Aunque no posee la habilidad de leer la mente, como nuestro primo Kazuya, mi hermana tiene un sexto sentido para anticiparse a lo que va a suceder. Al cabo de medio minuto, prosigue:

– Me lo tem’aÉ Hace unos d’as me dijo que iba a ir a la embajada de los Estados Unidos en Tōkyō, a realizar un tr‡mite para sus padresÉ Onīchan, parece mentira que, tras tanto tiempo, no conozcas a tu propia mujerÉ Siento tenerte que dejar, pero ahora estoy muy ocupada. Si quieres, hablamos con m‡s tranquilidad en otro momento. ÀDe acuerdo?

– De acuerdo. Arigatō, Manami-chan. Sore dewa.

Cuelgo el aparato con lentitud. El escalofr’o se ha convertido en un temblor de proporciones s’smicas. ÒPaparazoÓ, mi compa–ero de redacci—n, es el primero en darse cuenta. Finalmente, el jefe Yagami me conmina a marcharme a casa y descansar. Dice que estoy m‡s p‡lido que el hielo del pescado acabado de poner en subasta. A–ade que mejor coja el tren y deje la moto en el garaje del edificio, no vaya a ser que tenga un accidente.

Durante el trayecto de vuelta, miles de ideas se me pasan por la cabeza. Por un momento, la esperanza irrumpe con fuerza. Tal vez se ha tenido que marchar a Londres precipitadamente por una urgencia de trabajo. Iba s—lo con una maleta. Casi olvido lo caprichosa que es mi esposa cuando quiere. Tal vez se ha descuidado. Adem‡s, los vuelos hacia Europa ocupan m‡s de medio d’a. Eso sin contar el dichoso jet lag y la diferencia horaria... Sin embargo, los hechos y las palabras de Manami emergen para devorar ese sentimiento: ÒParece mentira que, tras tanto tiempo, no conozcas a tu propia mujerÓ. Normalmente, cada vez que hemos ido a visitar a la familia de Madoka en Seattle, primero hemos tenido que pasar por la embajada americana para tramitar los visados.

Ya en casa, los ni–os me preguntan d—nde est‡ su madre. Respondo que ha tenido que marcharse fuera del pa’s por temas de trabajo. Akemi y Kenji asientenÉ En cambio, Izumi intuye que pasa algo. Pero se calla. En eso se parece demasiado a ella. Tras cenar y acostarlos, me relajo en el sof‡ de la sala de estar. Observo con atenci—n el retrato a carb—n que Hikaru le regal— a mi mujer por su 17¼ cumplea–os, cuando Žramos tres amigos que no pod’an ser sinceros para evitar herir nuestros sentimientos. A diferencia de ahora, que me consulta cualquier decisi—n antes de tomarla, Madoka era una chica muy independiente a ese respecto. El eco de la voz de Manami no cesa. Tal vez tenga raz—n. Ha pasado demasiado tiempo, y la gente cambia. Aunque dicen que no en lo esencial. Algo se me escapa. Pero no sŽ exactamente quŽ.

Me levanto y tomo asiento frente al piano Steinway del a–o 1867 situado en la sala de estar. Nunca lo he tocado. No s—lo porque no sŽ hacerlo. Aunque fuera un virtuoso, lo considero algo sagrado. Algo que tanto Madoka como Akemi adoran y que debe ser respetado. Sobre el atril, encuentro un bloc de partituras a medio escribir. Y al final de todas, una completa que consigue lo que ya no recordaba haber hecho: llorar. Es ÒKyosuke #1Ó. Mis l‡grimas se convierten en un torrente cuando, encima de la tapa de la caja del piano, reconozco un objeto todav’a m‡s valioso: el colgante que mi padre le regalo a mi madre. El que Ojīchan me entreg— para colg‡rselo a mi çngel. Justo antes de que todo se supiera. Es entonces cuando siento que yo le debo m‡s a mi esposa que no ella a mi. Y empiezo a experimentar el peso de esa deuda en toda su extensi—n.

Ni tan siquiera sŽ como he podido conciliar el sue–o esta noche. Tal vez me ha ayudado la botella de excelente sake tibio que compran mis hermanas para su restaurante. El caso es que escucho el eco de lo que parece ser el telŽfono. Finalmente, tras un gran esfuerzo, lo descuelgo lentamente. La cabeza me da vueltas y me duele horrores. Al otro lado est‡ la hermana mayor de Madoka. Con su amabilidad habitual, me pregunta quŽ hora es en Tōkyō. Le pido un momento. Sacudo la cabeza, que me duele todav’a m‡s, y observo el despertador, con la alarma sin conectar. QuŽ cabeza la m’a. Le digo que las siete de la ma–ana. All’, en Seattle, son las dos del mediod’a. Mi cu–ada se disculpa, pero le comento que no hace falta. Al contrario. Si no llega ser por ella, no me despierto. Primero pregunta por m’ y por los ni–os. DespuŽs, me cuenta que mi esposa est‡ en su casa y que, en ese preciso momento, duerme. A–ade que la han ido a buscar a Vancouver esta pasada madrugada. Sin reparar en todo lo que me hab’an contado el d’a anterior, le cuestiono por la raz—n que la ha llevado all’.

ÒS—lo me ha dicho que estar‡ unos d’as. Jura que no pasa nada. Pero no me lo creo. Ya sabes que Madoka es muy reservada para contar segœn quŽ, incluso con nosotrosÓ. Y no es la œnica que piensa as’. Todav’a recuerdo lo sucedido en la fiesta de Navidad que Hatta y Komatsu organizaron durante nuestra Žpoca en el Kōryō Gakuen. En una de las tres situaciones vividas, Madoka minti— a Hikaru, a su hermana mayor y a m’. Al final, tuve que esforzarme al m‡ximo para conseguir que todo saliera bienÉ Y evitar sentirme como aquel hombre del tiempo en el ÔD’a de la MarmotaÕ. La cara que pusieron mis amigos cuando llegue tan bien acompa–ado fue un poema.

Tras despedirme, cuelgo el telŽfono. No se lo he querido ni tan siquiera insinuar. Pero algo me dice que, esta vez, tardar‡ en volver. Tal vez no lo haga jam‡s. Miro el reloj. Corriendo, levanto a los ni–os de la cama. ÁQuŽ desastre! Tras cumplir las obligaciones del desayuno y los bentō, me excuso por no poderles acompa–ar a la escuela. La resaca que tengo le est‡ dando innumerables martillazos a mi cabeza. Una vez se marchan, llamo a la redacci—n del diario y le comento al jefe Yagami que no me encuentro nada bien. A–ado el deseo de poderme incorporar ma–ana al trabajo. Una vez me he disculpado, cuelgo el telŽfono y concilio el sue–o.

El sol del mediod’a me despierta de nuevo. Mi cabeza casi se ha recuperado de los efectos del sake. Me incorporo con dificultad y me dirijo hacia el sal—n. Junto al piano todav’a descansa la botella. Espero que los ni–os no la hayan visto. No se si pensar que es una suerte que, ahora mismo, no estŽ mi esposa. Recuerdo el sonoro bofet—n que me dio la primera vez que me emborrachŽ e intentŽ besarla. Mi mente, ya m‡s lœcida, empieza a reconstruir las piezas del rompecabezas. Ayer por la ma–ana sali— hacia Londres en un vuelo de British Airways. Sin embargo, me dice mi cu–ada que est‡ con ella en Seattle. Y que han ido a recogerla al aeropuerto Internacional de Vancouver esta misma madrugada. Dejando de lado las diferencias horarias, podr’a haber volado con JAL o con Air Canada. Incluso podr’a haber ido directamente a Seattle – Tacoma con NorthwestÉ ÀPor quŽ un vuelo de largo recorrido con escala? O ha querido jugar al despiste o ha sido por capricho. Y si fuera lo segundo ÀCu‡l ha sido el verdadero motivo?

Decido investigar entre sus cosas. Tal vez en el cobertizo de casa encuentre alguna explicaci—n. Ya no recuerdo cuando fue la œltima vez que sub’ por esta escalera. Normalmente, es ella quien ordena y limpia esta estancia, aunque a veces le ayudo. La conoce mejor que yo. Al entrar, tropiezo con la armadura medieval europea de mi suegro. No entiendo porquŽ todav’a est‡ aqu’. TambiŽn est‡n los cuadros y retratos de la familia. Entre Žstos, uno de Madoka con sus padres y hermana siendo una ni–a. No tardo demasiado en estornudar como consecuencia del polvo. Se nota que falta la mano de mi mujer. Me siento en la cama con cortinas donde dorm’an mis suegros. Finalmente, decido buscar dentro del baœl. En Žste, ella guarda sus cosas de soltera. No deber’a hacerlo, pero estoy tan desesperado que necesito una m’nima respuesta.

Rebuscando, encuentro dos calidoscopios. Uno se lo regal— su padre siendo ni–a. Me hizo gracia  lo que me cont— una vez: le hab’a dicho que, en Žste, ver’a el rostro de un hombre maravilloso que conocer’a algœn d’a. Desconozco si era el m’o. Al lado, el que le regalŽ por su 16¼ cumplea–os. Profundizando en la bœsqueda, hallo algo que nunca hab’a visto hasta ahora. Parece un diario de intercambio. Al ojearlo, encuentro anotaciones de Madoka, pero no m’as. Repaso las fechas. Todo se inicia en el verano de 1984, un par de meses despuŽs de conocernos. En Žstas, leo el da–o que sufri— ocultando sus sentimientos durante nuestra Žpoca de secundaria y bachillerato. Era la actriz frente al espejo, interpretando un papel que no le tocaba. Los relatos m‡s duros acontecen, como espero, a partir de 1988: soledad, dolor por lo perdido, sentimientos confusos, elecciones de una dureza brutal, miedo a que un sol encontrado se apagara y volviera la oscuridad ya conocida. A pesar de parecer notas para las letras de una canci—n, puedo entrever cual es mi lugar. Por desgracia, no encuentro ninguna respuesta clara que me indique lo que ha sucedido esta vez. Tan s—lo, un peque–o rayo de esperanza: ÒLlega el Sol de Primavera / La luz funde las tinieblas de la tierra / El gŽlido cristal de mi coraz—n se quiebra / Y las aguas llegan hasta el mar. Llega el Sol de Primavera / Los cerezos en flor lo saludan / Los peces del r’o brillan / Y mi alma encuentra la verdadÓ.

Me visto lo m‡s deprisa que puedo y salgo de casa. Me dirijo al lugar que cambi— mi vida: la cima de los 99/100 escalones, junto a la Green House, el edificio donde nos instalamos cuando llegamos aqu’. La œnica forma que se me ocurre para encontrarlas es retroceder unos meses. Observo los columpios. All’, una noche, comprend’ hasta que punto no pod’a vivir sin ella. All’ me declar— su amor. En un tiempo totalmente distinto, pero en ese lugar. Me arrojo por los escalones una vez. Y otra. Y otra. Pero no funciona. La gente me mira pasmada, pero no hago ni caso. Con el œltimo batacazo, una imagen cruza mi mente: las sonrisas de mis hijos. Esta vez no est‡n ni Ojīchan ni Kazuya para devolverme al tiempo presente. Y mis poderes, con todas las obligaciones y renuncias de una vida m‡s o menos normal, se han debilitado. Es entonces cuando tomo conciencia de mi grado de desesperaci—n. La falta de respuestas me lleva a la impotencia. Y Žsta, a las l‡grimas. No entiendo lo que est‡ pasando. ÀEstoy tan ciego que no puedo ver que, tal vez, tengo algo que ver en todo esto?

Avanzan los d’as. De tanto en tanto, llamo a mi cu–ada a una hora en la que podamos coincidir. Pero siempre encuentro al otro lado de la l’nea el contestador. Pruebo a trasnochar un poco y llamo, en plena madrugada del s‡bado al domingo, a una hora que sŽ que en Seattle es aceptable. Esta vez no se activa el mensaje de voz. Escucho que alguien descuelga el aparato. Pero nadie responde. A lo mejor ha sido alguno de mis sobrinos. Pregunto en inglŽs, pero antes de que me quiera dar cuenta, cuelgan. Ya no me cabe duda de que ha sido mi mujer quien ha cogido el telŽfono. Es muy propio de ella. Me siento en el sof‡ y apuro un cuenco de sake. Sobre la mesa, reconozco algo a lo que no hab’a prestado atenci—n: el Mac port‡til œltimo modelo de mi esposa. Definitivamente, acabo por convencerme: no se ha ido por motivos de trabajo. Si hubiera sido as’, se habr’a llevado su herramienta principal.

Un recuerdo de nuestra Žpoca de instituto acude a mi mente: cuando Madoka se apart— al conocer, indirectamente por Hikaru, la sospecha de que presuntamente me gustaba otra chica. Me cost— mucho convencerla de que, para m’, no hab’a nadie m‡s especial que ella. Y ambos sab’amos que tendr’amos que realizar un gran esfuerzo para manifestar nuestros sentimientos sin herirla. La aparici—n de Kenji, que se ha despertado por una pesadilla, apaga la œltima imagen: mi çngel sonriendo desde su habitaci—n con el telŽfono en la mano, mientras la llamaba desde la cabina que hay junto a la casa. Me pide permiso para descansar en el sof‡, a mi lado. Cojo una manta del armario y lo arropo. Ambos, nos quedamos dormidos all’. No sospecho ni por casualidad lo que va a acontecer.

La ma–ana de un lunes. Vuelta a la rutina semanal. Sin noticias de mi esposa. O eso creo. El telŽfono es el que me despierta. Al segundo toque, un pensamiento corre por mi mente. Tal vez sea la hermana mayor de Madoka con novedades sobre ella. Sin embargo, al descolgar, no espero la sorpresa mayœscula con la que voy a tropezar:

– ÀMoshi, moshi? Casa de los Kasuga.

– ÁÁÁKonnichiwa, Sempai!!! ÀTe he despertado? Lo siento, no deber’a haberte llamado a esta hora. Ya sŽ que aqu’ son las cuatro de la tarde, peroÉ

Es Hikaru. Como siempre, entra igual que un torbellino deslumbrante. En el fondo, sigue siendo esa chica alegre y vital que hab’a conocido en el Kōryō. A pesar del da–o que le hab’amos hecho. A pesar de los golpes que se hab’a llevado. Tiene 33 a–os y vive en Greenwich Village, una de las zonas m‡s selectas de Manhattan, en Nueva York. Trabaja como core—grafa y profesora de danza, y lo compagina con la direcci—n de musicales en el ÔOff BroadwayÕ, donde se ha hecho un nombre. Esta casada con un americano de origen chino llamado Robert, y tiene dos hijos, Han y Madoka. Al chico, le hab’a puesto el nombre de su abuelo paterno. A la ni–a, el de mi esposa, para pedirle perd—n por todo lo sucedido. Hizo suyo algo que le dijo a Hirose SumirŽ, la caza-hombres del Kōryō, a la cual yo no le hacia ni caso y que ten’a unos celos terribles de Ayukawa. Por su culpa, nos meti— en un buen l’o: cuando alguien trata de interferir en el amor entre dos personas, merece morir devorado por los perros. ÁPobre Hikaru! Aquella declaraci—n teatral no fue inocente. Y mi esposa lo supo de inmediato, con solo mirarme a los ojos:

– No, Hikaru-chan, no pasa nada. De todas formas, ten’a que levantarme. Aqu’ son las siete de la ma–ana. Y tengo que despertar a los ni–os. Me alegra volver a escucharte. ÀComo est‡n tu marido y tus hijos?

– Todos bienÉ Escucha. Esta semana me ha llamado Madoka-san desde Seattle. Me ha dicho que iba a venir aqu’ y que hab’a reservado una habitaci—n en un hotel. Le dije que no se gastara el dinero, que la anulara y que viniera a casa. Ayer fuimos Robert y yo a buscarla al aeropuerto JFK. Te esper‡bamos a ti tambiŽn, pero ven’a sola y no quise decirle nadaÉ

No deseo preocuparla. Ella tambiŽn sospecha algo. Los golpes que ha recibido han ido borrando esa candidez que todav’a muestra en apariencia. Finalmente, s—lo se me ocurre hacerme el tonto y explicarle lo que sŽ:

– La verdad es que se march— precipitadamente. No me dej— ninguna nota y supuse que tuvo que irse por alguna urgencia en el trabajo. Si me pudieras contar m‡s, me dejar’as muy tranquilo.

  Por lo que me explic— Madoka-san, ha venido para componer y grabar. Me dijo que unos colegas suyos hab’an contactado con ella para que colaborara en unos arreglos de piano. Me coment— que ten’a un visado de estancia para seis meses, y luego me pregunt— donde estaba el 75 de Rockefeller Plaza. Y supongo que aprovech— para ver a su hermana en Seattle. Dime la verdad Kasuga-sempai, Àpasa algo?

– No, en absoluto. Ahora que me has dado m‡s detalles estoy mejor. Por cierto, Àdonde est‡ ahora?

– Ha salido a dar un paseo por Central Park. ÀQuieres hablar luego con ella?

Ya me gustar’a. Pero las obligaciones de casa me lo impiden. Finalmente, le explico a Hikaru que ahora no puedo y a–ado las tareas que tengo que hacer en su ausencia. Asiente y nos despedimos. A pesar de que la conversaci—n ha sido tan cordial como en los viejos tiempo, sigue estando preocupada. Prometo llamarla en otro momentoÉ Si Madoka no vuelve a colgarme el telŽfono en las narices. La rutina me devora con hambre can’bal. Sin embargo, la hora posterior a la comida se convierte en una pesadilla. Medito sobre lo que me ha contado Hikaru. Sospecho que a ella tambiŽn le ha mentido. Tal vez sea verdad, pues la œltima vez que la acompa–Ž all’, fue porque iba a colaborar en los arreglos de algunos temas de una brillante pianista y compositora novel afro americana. Por desgracia, los hechos son tozudos. Hace tanto tiempo que no actœa de esa manera que tengo motivos sobrados para estar preocupado. Por m‡s vueltas que le doy, no averiguo quŽ ha podido pasar. Sospecho que, como de costumbre, he metido la pata. Pero no sŽ exactamente en quŽ.

Y mis temores se cumplen. Una serie de acontecimientos me obliga a salir del pa’s hasta finales de mes. Por el tema de las diferencias horarias, no puedo volver a hablar con Hikaru. Cuando llega mayo puedo por fin ajustar mi reloj biol—gico. Decido llamarla a œltima hora de la tarde. Calculo que la cogerŽ a la hora del desayuno en Nueva York. Afortunadamente, coincide que mi mujer est‡ descansando. O eso creemos. Est‡ realmente preocupada. Las noticias que me llegan no son nada alentadoras:

– SempaiÉ – Sollozando. – Empiezo a estar cansada. No sŽ quŽ le sucede a Madoka-san.

– ÀQuŽ ha pasado?

– Pensaba que era el estrŽs por el trabajo. Por eso la invitaba a salir para que se relajaraÉ êbamos a Broadway con Robert. Hasta que, el s‡bado pasado por la noche, se separ— moment‡neamente de nosotrosÉ Y acab— en comisar’a. Ya sabes lo peligrosas que son segœn que zonas de Nueva York. Por lo que nos explicaron los agentes, se hab’a peleado con un tipo que ten’a antecedentes por asalto a mano armada y violaci—nÉ Lo que m‡s les sorprendi— cuando lo detuvieron horas despuŽs es que, llevando una 45, Madoka-san le hab’a fracturado varias costillas y el brazo por tres partes. No se presentaron cargos. De todas formas, por precauci—n, le recomendaron que no saliera de casa durante una temporada.

Vuelve a hacer honor a los apelativos por los que era famosa antes de conocernos. No utiliza las pœas de las guitarras como entonces. Sin embargo, desconozco si ella busca l’os o son Žstos los que la buscan a ella. Escuchando lo que me cuenta a continuaci—n, no sŽ si tengo que pensar que Žse es el menor de los males:

– Apenas sale de su cuarto, y vuelve a fumar, esta vez de forma inmoderada. Mi marido est‡ furioso, porque le ha vaciado el bar. Sobretodo, el Cognac, el Bourbon y el excelente vino francŽs que reservamos para las cenas y las visitas... No para de emborracharse y apenas come. Ahora duerme como resultado de la que se cogi— anoche. Cada vez que eso pasa, discuto con Robert por su presencia. Dice que es un mal ejemplo, sobretodo para mi hija... Maldice la hora en que se me ocurri— ponerle su nombre. Pero no me veo con coraz—n para decirle que se vaya. ÁÁKasuga-sempai, por favor, dime quŽ est‡ pasando!!... Cada vez tengo m‡s la sensaci—n de que tiene que ver contigo. Y algo me dice que huye de tiÉ

– ÀMoshi, moshi? ÀMoshi, moshi?

El telŽfono se ha cortado. Sin lugar a dudas, mi esposa ha escuchado parte de la conversaci—n. Cuelgo el aparato y observo la foto de nuestra boda en templo, situada en la mesilla. Estaba preciosa, con un uchikake blanco, el pelo recogido y maquillada para la ocasi—n. Reconstruyo todo lo que me ha estado contando Hikaru. Y las l‡grimas se escapan de mis ojos. No puedo evitar que sean cada vez m‡s. No sŽ si es por la vergŸenza que me est‡ haciendo pasar, por que soy incapaz de entender quŽ es lo que he hecho mal o por miedo a que la pr—xima llamada sea para decirme que la he perdido para siempre.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Cap’tulo 3: Un dŽjˆ vu familiar (Un espejismo de verano)

 

 

Un domingo de mediados de mayo. Parece como si el sol, oculto entre nubes bajas, tampoco quisiera ofrecerme la luz que necesito para entender porquŽ Madoka se ha ido sin avisar ni decir nada. Algo me dice que no ha sido por capricho. Tal vez mi hermana sepa algo que mi esposa ha sido incapaz de decirme. SŽ que ambas se tienen confianza, respeto y admiraci—n mutua. Esos son los pensamientos que me acosan en el tren, de camino a Yokohama. Los ni–os juegan con su ojīchan, Takashi y su obāchan, Kyōko. Ya es una m‡s de la familia. Todav’a nadie sabe nada de lo que ha acontecido. Acaso Manami. Pero, conociŽndola como la conozco, no habr‡ extendido el rumor.

Extra–amente, el restaurante de mis hermanas, el Ikkoku, cierra los domingos. Es entonces cuando, en ocasiones, el clan Kasuga se reœne para comer. Como bien espero, est‡ Kurumi, con su marido Yun. Sus hijas mellizas, Suzuna y Minako juegan con Kano, la hija de Manami. Mientras tanto Yun, hermano de ambas, lo hace con sus primos, los gemelos Eīchi y Kazuma, hijos de Žsta œltima. Aqu’ pueden utilizar los poderes tranquilamente. Y la verdad, se lo pasan muy bien. Mi hermana Manami se encarga de preparar la comida. Le da igual que sea para su familia o para otros. Reconoce que disfruta haciŽndolo. Su marido, Sōichirō, no anda muy lejos. Es un tipo que se complementa muy bien con ella: amable, jovial, simp‡tico, bromista, muy alegre y servicial. Al llegar, todos me preguntan por Madoka. Miro a mi hermana a los ojos y decido explicar una media verdad: est‡ de viaje por asuntos de trabajo.

Tras la comida, Manami me pide que le acompa–e al jard’n del restaurante. Nos sentamos en un banco. Antes de que pueda articular ni media palabra, me interroga:

– Onīchan, Madoka-san te ha abandonado, Àverdad?

Siento una pu–alada en la espalda. Un dolor terror’fico e inenarrable. No por lo que me ha dicho, sino por el tono de voz que ha utilizado:

– La verdad es que no tengo ni la menor idea. Tan s—lo sŽ que est‡ en Seattle, con su hermana mayor. Pero desconozco los motivos que le han empujado a actuar as’. Siempre que se marcha fuera, me avisa o voy con ellaÉ A lo mejor es que echaba de menos a sus padres y quer’a verlos. Ya sabes, a veces es caprichosa, peroÉ

ÁÁÁÁZaaaas!!!! La mano que impacta en mi rostro no es, como en otras ocasiones, la de Madoka. Por primera vez desde que tengo uso de raz—n, es la de mi hermana peque–a. A pesar de haber resonado con bastante fuerza, nadie lo ha advertido. Me temo que me ha conducido al jard’n por si ten’a que ejercer ese gesto. Duele. La miro a los ojos. Reconozco la rabia y las l‡grimas contenidas. Lo que me dice a continuaci—n, me hace ver la gravedad de todo:

– ÁÀEs que no me has o’do?! ÁNo me has respondido!

S’. S’ la he escuchado. Le he dicho la verdad, aunque sea a med’as. Pero no he sido capaz de reconocer mi preocupaci—n. Al final, la ira y la desesperaci—n me vencen:

– ÁÁNo lo sŽ!! ÁÁTal vez s’!!... Y lo m‡s triste es que desconozco la raz—n. Tal vez tœ me la puedas decir, porque ahora mismo no sŽ quŽ hacer.

– Gomen nasai, onīchan. Deber’a habŽrtelo contado antes, pero has estado tanto tiempo ausente que no he podido hablar contigo.

Por un momento, aparece el peor de mis fantasmas: los acontecimientos que contemplŽ en el pasado de Hikaru y Ayukawa y, sobretodo, el hecho de que mi mujer se desnudara delante de Mishima. Sin embargo, el sexto sentido de Manami lo detecta en mi rostro y me tranquiliza:

– No te ha enga–ado. Te ama demasiado como para hacer algo as’. Si hay algo que admiro de Madoka-san, es el profundo sentido de la lealtad que tiene.

El eco de las im‡genes que han irrumpido en mi mente aœn no se ha desvanecido. A pesar de lo que me ha dicho mi hermana, albergo ciertas dudas. Le pregunto para tratar de aclararlas:

– Entonces, Àpor quŽ se ha ido?

– Tal vez tenga algo que ver lo que ha sucedido durante tus ausencias. La fiesta de Tanabata se celebr— aqu’. Llovi— mucho y el viento sopl— bastante fuerte. Algunos de los papeles en los que se escriben los deseos cayeron al suelo, entre Žstos, el suyo. Lo encontrŽ por accidente, y lo reconoc’ por la caligraf’a. Lo que hab’a escrito me inquiet— mucho. Dec’a: ÒQuiero recuperar a mi esposoÓ. Al principio no le di m‡s importanciaÉ Sin embargo, el d’a del Obon, en agosto, desapareci— del mapa. Tus hijos s’ asistieron a la reuni—n que celebramos todos los a–os en el pueblo de los abuelos. Llamamos a casa de los Ayukawa, pero no sab’an nada sobre su paradero. Finalmente vino, pero no dijo ni media palabra de d—nde hab’a estado. Y en esto, lleg— el Ōmisoka. Tœ estabas en Israel. Como siempre, organizamos un banquete con el staff del restaurante y la familia. Ya sabes que Madoka-san adora el toshikoshi soba que preparo y siempre repiteÉ Pues esa noche apenas prob— bocado.

– ÀY?

–É Eso no fue lo peor. Ya ven’a ligeramente bebida de casa. A saber quŽ se habr’a metido en el cuerpo. No pasŽ una buena noche. Ven’a vestida con un furisode rojo que llevaba en las ocasiones especiales y que no se lo hab’a visto puesto desde antes de casaros. Ten’a el pelo recogido en un mo–o. A pesar de todo, estaba preciosa. Adem‡s, se bebi— a solas dos botellas del sake tibio que servimos en el restaurante. Cuando fuimos al templo a escuchar la campana, iba dando tumbos. Los ni–os no se enteraron porque estaban correteandoÉ Yo le preguntaba si se encontraba bien y ella dec’a que s’É Pero, como siempre, sab’a que ment’a. Y no ten’a ganas de montar una escena. Compr— el mikuji, y lo colg— del ‡rbol. No pude evitar mirar lo que dec’a: ÒLas nubes van a tapar el sol en primaveraÓ. Tras eso, se dirigi— al lugar de las oracionesÉ Y, antes de darme cuenta, se desplom— y cay— redonda al suelo. Cuando me acerquŽ a ella, vi que hab’a llorado. Supuse que hab’a vuelto a implorar lo mismo que en la fiesta de Tanabata. Y no me equivoquŽ: se pas— toda la noche y parte de la ma–ana del Shogatsu en el hospital, delirando y llam‡ndote.

– ÁÁÁÀQuŽ?!!! ÀPero que est‡s diciendo?

– Estoy segura de que ten’a miedo. Y creo que sus temores se han convertido en realidad. Para acabarlo de rematar, el D’a de las Chicas no se present—. Est‡bamos mi hija, Kurumi-chan, mis sobrinas y yo. Akemi-chan vino y nos dijo que Madoka-san no se encontraba bien. Luego descubrimos que no hab’a asistido a la escuela de mœsica porque se hab’a vuelto a emborrachar.

Miro por la ventana. Sigue lloviendo. No sŽ si ser‡ lo normal en Barcelona por esta Žpoca. Ella no era la œnica que ten’a miedo. Mi hatsuyume no fue mucho m‡s tranquilizador: Madoka estaba atrapada en un islote, en medio de un r’o. Luc’a un sol radiante y los cerezos estaban en flor. Por tanto, era primavera. Me lanzaba al agua para rescatarla, confiando en mis poderes. Sin embargo, de golpe, la luz del sol, reflejada en el agua por los peces, me cegaba, y las fuerzas empezaban a fallarme. Finalmente, la corriente del r’o me arrastraba y me alejaba de ella. Desesperada, me llamaba: ÔÁKasuga-kun!, ÁKasuga-kun!Õ. Me despertŽ en medio de la noche, empapado en sudor fr’o y gritando. Casi me detienen por alterar el orden pœblico. QuŽ vergŸenza. Ahora que lo recuerdoÉ No llamŽ a mi mujer. Y sŽ el motivo: los incidentes que se produjeron en Cisjordania al d’a siguiente.

Sigo mirando las fotos. Sin embargo, esta vez me centro en las fechas se–aladas de este œltimo a–o. No hay ninguna. Veamos: el Hanami Chana lo viv’ en Washington haciendo un reportaje. El Natsu Matsuri lo disfrutŽ en una cumbre de la Uni—n Europea. La fiesta de Tanabata me la arregl— el jefe Yagami envi‡ndome a la India. El d’a del Obon estaba en Okinawa como aqu’, de ÔvacacionesÕ. Nochebuena, el Ōmisoka y el Shogatsu los gocŽ en Israel. El d’a de San Valent’n estaba en Shanghai cubriendo la cumbre entre China y Estados Unidos. Y el D’a Blanco en Manila, reportando los acontecimientos que se estaban produciendo all’. Siempre que he estado fuera la he llamado, sin importar si estaba durmiendo o despiertaÉ Menos el d’a del Shogatsu.

Entonces, un golpe de luz cruza mi mente. Es como si hubiera estado encerrado en un cuarto oscuro y, por un momento, el resplandor me cegara. Vuelvo sobre mi adolescencia. Las palabras de Yukari, la esposa de Shūichi, el primo de Madoka, dan sentido a la conclusi—n: ÒLos hombres os confi‡is demasiado prontoÓ.

Ahora entiendo porquŽ ni tan siquiera se enfadaba como antes. PorquŽ no me hab’a vuelto a levantar la mano. PorquŽ deseaba tanto viajar a Okinawa, a Hawai o, incluso, a Hokkaido. PorquŽ me suger’a ir a ver tal o cual pel’cula. PorquŽ le apetec’a ir a la casa de mis abuelos, aunque Žstos ya no estuvieran. O a Seattle, a ver a sus padres. Me estaba diciendo algo. Todav’a no sŽ exactamente quŽ. Pero s’ que me estaba mandando un mensaje.

Ahora que lo piensoÉ Siempre le he acompa–ado en sus viajes. Sin embargo, a ella nunca le he permitido venir conmigo, independientemente de si el destino era peligroso o no. Ya no hay dudas: no ha sido un capricho, sino una acci—n bien meditada. Y no precisamente de una ni–a peque–a y cobarde, como una vez me dijo, justo antes de que se rompiera el tri‡nguloÉ Un momentoÉ Al dejarme sobre el piano el colgante que mi padre le regal— a mi madre y, a su vez, yo a ella, tambiŽn me estaba diciendo algo. Sin embargo, se llev— la alianza de matrimonio. Ya me gustar’a tomar el primer vuelo que sale de Barcelona para dirigirme a Nueva York y zanjar todo esto, peroÉ ÀY si ya no hay vuelta a atr‡s? Maldigo el deber y la distancia que hay entre nosotros.

Unos golpes en la puerta me devuelven a la realidad. Es mi padre, indic‡ndome la hora del desayuno. Se sorprende al verme todav’a en pijama. Me pregunta si me encuentro bien. Aunque le digo que s’, a Žl no puedo mentirle. Sabe que lo estoy pasando muy mal. Y, aunque no se lo he dicho, a estas alturas ya supone que ha pasado algo muy grave entre Madoka y yo. Mientras llueva, no podemos movernos del hotel. Adem‡s, no quiero resfriarme en pleno verano.

Al d’a siguiente, el sol decide a salir. Me llevo a los ni–os conmigo como premio por haber estudiado. Sin embargo, Izumi se muestra disgustado y ligeramente revoltoso. Aunque no me lo muestra expl’citamente, deduzco que echa de menos a su madre. El jefe de relaciones pœblicas me recomienda ir al parque GŸell en el suburbano, cuya estaci—n est‡ cerca. De camino a all’, pasamos junto al campus universitario. No tiene muchas diferencias con el de Waseda. Viendo a los estudiantes, tumbados en la hierba y concentrados en los libros, muchos recuerdos de aquella Žpoca acuden a mi mente. Parece que es temporada de ex‡menes. El metro de Barcelona no tiene nada que ver con el de Tōkyō. Est‡ concurrido s’, pero no resulta tan agobiante. Nos bajamos en una estaci—n llamada Vallcarca. All’, en una de las salidas, nos dirigimos hac’a unas escaleras mec‡nicas que nos conducen a nuestro destino.

Los ni–os disfrutan corriendo entre las arboledas frondosas que cubren gran parte del parque. Mientras tanto, recojo instant‡neas de los lugares tan singulares que alberga: el paso con las columnas inclinadas de piedra, el bosque de pilares revestidos de trozos de baldosa y cristal, la casa del portero con el tejado cubierto de cer‡mica, el muro que rodea el recinto con un dise–o tan curiosoÉ Suerte que mi padre es un excelente fot—grafo paisajista. Repasando por la pantalla de mi Canon las fotos capturadas, me indica el mejor ‡ngulo para retratar. Llegamos a la escalinata que sigue a la puerta este del parque, levantada en piedra, cristal y cer‡mica multicolor. Un extra–o animal hace de fuente. Izumi dice que es un camale—n. Akemi piensa que es un lagarto. Y mi padre, que es un drag—n.

De pronto, sopla una r‡faga de viento que acaricia mi rostro y mece mis cabellos. ÀEstoy so–ando? Mi cuerpo emite unas sensaciones ya vividas, pero tan lejanas que no les doy importancia... Hasta que levanto un poco la vista y veo como un sombrero de paja rojo cae desde los bancos de la conocida como Plaza del Teatro Griego. Por instinto, me lanzo a por Žste. Al aterrizar en el suelo, alguien grita desde arriba: ÒNice Catch!Ó. Mi pulso empieza a acelerarse. Y lo hace todav’a m‡s cuando, tras observarlo detenidamente, lo reconozco.

ÁEs el mismo que nos uni—! ÁEl mismo que descansa, colgado, en nuestra habitaci—n de matrimonio! Nuestro mayor tesoro.

Mi padre me toca con el dedo en la espalda y me sobresalto. Me indica que hay alguien arriba que quiere recuperarlo. Sacudido por las emociones, me dirijo hacia las escaleras. Empiezo a contarlas, hasta que reparo en un detalle que me detiene. Ese mismo sombrero todav’a est‡ en casa. Por tanto, no puede ser mi esposa. Subo poco a poco hasta que llego arriba y concluyo la cuenta: 50 escalones. All’, entre la gente, busco al propietario. Mi pulso, enloquecido, se frena cuando veo quien es: una chica que viste una camisa roja de flores atada, camiseta blanca y pantalones piratas a juego muy ajustados, y calza zapatillas playeras. En una mano sostiene un cigarrillo. En la otra, lo que parece ser un cat‡logo. Al levantarse las gafas de sol y reconocer sus ojos color esmeralda, me quedo totalmente blanco, p‡lido. Mis nervios se congelan. Las piernas, las manos, todo me tiembla. Y el sombrero acaba por caerse de Žstas. No puedo dar crŽdito a lo que ven mis pupilas. Es imposible. Pero el capricho o algo que mi mente no puede entender se han hecho carne.

La chica que hay ante m’ es Ayukawa Madoka. Mi esposa. Mi mujer. Mi çngel. Mi DiosaÉ S—lo que con una edad que ronda los 20 a–os y el pelo bastante corto:

– Arigatō. Pensaba que tendr’a que bajar hasta abajo del todo para recuperarlo. ÀNos conocemos de algo?

Tan pasmado me he quedado que no reparo en el detalle que a algunas personas les molesta sentirse observadas. Entre ellas, Ayukawa:

– Gomen. NoÉ Supongo que no... Aqu’ es f‡cil encontrar compatriotasÉ Este es un sitio muy concurridoÉ

Casi olvidaba lo hermosa que era con esa edad. Un alud de recuerdos cae sobre mi mente a una velocidad vertiginosa. Sin embargo, una nueva r‡faga de viento levanta el sombrero del suelo y tengo que lanzarme de nuevo a por Žl. Ironizo un poco para retenerla:

– Bueno, como puedes ver, no soy tan buen catcher. Aqu’ tienes tu sombrero. Es muy bonito.

– Es un regalo de alguien muy especial.

– ÀDe tu primer amor?

– ÁBingo! ÀComo lo sabes?

Podr’a explicarle la verdad. Pero se asustar’a y huir’a. Decido cont‡rsela a medias:

– Una vez, hace ya mucho tiempoÉ TambiŽn recib’ un sombrero de una persona muy significativa para m’... Ten, antes de que me lo quede.

La calada kilomŽtrica que le pega al cigarrillo me dice que se ha puesto muy nerviosa por lo que le he dicho. Y menos mal que no hemos discutido por el nœmero de escalones. No obstante, quiero conversar un poco m‡s. Lo que sostiene en la otra mano me ayuda:

– ÀEs un cat‡logo?

– S’, de Gaud’... Aprovecho para conocer sus creaciones. No s—lo las m‡s cŽlebres sino tambiŽn sus obras menores, como la Colonia GŸell en Santa Coloma de Cervell—, o las bodegas que hay en el Garraf. Supongo que vienes por lo mismo, Àno?

– Ya me gustar’a decirlo peroÉ En realidad, me han enviado para investigar. Trabajo en un diario de tirada nacional y tengo que realizar un reportaje sobre el ÔA–o Gaud’Õ. Iba a consultar por Internet, pero unos problemas inform‡ticos me lo han impedido. ÀPuedo echarle un vistazo?

– Por supuesto.

La recopilaci—n incluye un listado de sus obras arquitect—nicas m‡s importantes: la Casa Vicen, la Finca y el Palau GŸell, el Colegio de las Teresianas, Can Calvet, la residencia de Bellesguard, la Cripta y las Bodegas GŸell, La PedreraÉ Y como no, la Sagrada Familia y el lugar en el que nos encontramos. La curiosidad me sigue pinchando hasta el extremo del dolor. ÀDe d—nde habr‡ salido? Debo averiguarlo. Antes de que quiera darme cuenta se marcha:

– Encantada de conocerte. Puedes qued‡rtela, te ayudar‡. Nos vemos.

Por instinto, salidas de la nada, emergen las palabras que me atan a ella. A una imagen que desconozco si es real:

– ÁOnegai shimasu, espera! Ya sŽ que no es lo propio entre dos personas que no se conocen peroÉ Me gustar’a que me acompa–ases... La gu’a es muy precisaÉ Lo malo es que no sŽ como llegar hasta los lugares que est‡n fuera de BarcelonaÉ Y parece que tœ sabes c—mo ir.

– HmmÉ Est‡ bien. Pero a cambio de que vengas conmigo a cierto lugar.

– ÀA cual?

– Me hubiera gustado visitar la sede de JJ Cobas. Pero como no he encontrado informaci—n sobre Žsta, me conformo con ir a un museo de motos que hay en un lugar llamado Basella, en la prefactura de Lleida. La verdad es que est‡ un poco lejosÉ Y no me apetece ir sola.

Arrastrado por el vŽrtigo de las sensaciones vividas, y sin ni tan siquiera pens‡rmelo, acepto:

– Nos vemos ma–ana por la ma–ana en los Jardines Cervantes, a la salida de la avenida Diagonal. A las diez.

– SerŽ puntual. Sayōnara.

Tras marcharse, giro la mirada hac’a la excelente vista que hay de la ciudad. Las emociones me sacuden con una fuerza casi infinita. Experimento la misma alegr’a y felicidad que cuando la conoc’. Es como si, de nuevo, estuviera viviendo algo que ya sucedi—. No so–‡ndolo, no. ViviŽndolo. En otro pa’s. En otro tiempo. Sin embargo, el lugar y el momento pr‡cticamente coinciden. S—lo falta echarme a volar y hacer el avi—n. Pienso que me va a gustar la estancia en Barcelona. Tan absorto estoy, que no he reparado en un detalle: mi hijo Izumi ha estado observ‡ndolo todo. Tras Žl, llega mi padre con Akemi y Kenji, cogidos a sus manos. A pesar de tener mis poderes telep‡ticos un poco dormidos, leo su rostro. Y lo que encuentro, me inquieta: est‡ muy disgustado. Igual que su madre, cuando yo dudaba o no ten’a claros mis sentimientos hacia ella.

Mi padre me pregunta por la chica del sombrero. Le explico que era una compatriota que hab’a venido tambiŽn a visitar la obra de Gaud’É Sin embargo, no le digo ni media palabra de la cita de ma–ana. Casi lo olvidaba. Le pido que cuide de los ni–os. Antes de que me inquiera por la raz—n, acuerdo con Žl que me ayude a seleccionar las instant‡neas para el reportaje. Ya me gustar’a que me acompa–ara pero, dadas las circunstancias, no quiero levantar m‡s suspicacias. Aunque sea mi padre, soy el cabeza de clanÉ Y tengo que averiguar, como sea, quŽ ha sucedido para que mi mujer aparezca de la nada ante m’ con 16 a–os menos.

Cae la noche en Barcelona. Pasmado y desconectado de lo que me rodea, observo el paisaje de la ciudad desde la ventana de uno de los pasillos del hotel. La puesta del sol a contraluz. Las luces intermitentes de la Torre Foster de telecomunicaciones. A su lado, la bas’lica del Tibidabo, iluminada por un resplandor naranja. Todav’a no puedo creer lo que han visto mis ojos. Mi esposa, con varios a–os menos, irrumpe de la nada. Ojal‡ estuviera Ojīchan para explicarme quŽ demonios est‡ pasando. De d—nde puede haber salido. Y, sobretodo, porquŽ en este momento. Ahora entiendo la reacci—n de mi compa–ero ÒPaparazoÓ. No me extra–a que tuviera que consultar las fotos que ten’a de mi Žpoca universitaria en Waseda.

Mi padre me devuelve a la realidad. Me dice que tengo cara de haber visto a un fantasma. Casi est‡ en lo cierto. Y adem‡s, me he citado con Žl ma–ana. Me invita a dar un paseo y tomar el aire con ellos. Sin embargo, un aviso de llamada desde recepci—n me retiene. Cojo el aparato. Tal vez sea Hikaru, o mi jefe. Pero me equivoco por lo inesperado de la conferencia. Quien encuentro al otro lado de la l’nea es a mi suegra. Me llama desde Seattle, donde son las dos de la tarde. A continuaci—n, me cuenta que ha tenido que hablar con mi jefe para saber en quŽ hotel me alojaba. Me pregunta como me encuentro. Le soy sincero en la medida de lo que puedo: desconcertado. TambiŽn lo hace por sus nietos. Le comento los detalles del viaje y c—mo consegu’ convencer a la directora del colegio para que me acompa–aran.

Suspira. Est‡n tan preocupados como yo. Pregunto d—nde est‡ mi suegro. Me dice que descansando. Su salud es muy delicada. Hac’a ya mucho tiempo que no lo ve’a con un disgusto tan fuerte. Y todo lo que est‡ sucediendo lo ha agravado. Reconoce que me echan de menos: ÒContigo, a su lado, est‡bamos m‡s tranquilosÓ. Trato de ser honesto con la madre de Madoka, y le comento la verdad. SŽ que est‡ muy enfadada conmigo. Pero no sŽ el porquŽ. SŽ que est‡ en Nueva York porque Hikaru me mantiene al corriente. En teor’a, por motivos de trabajo. Pero no le digo ni media palabra de lo que ha pasado hace unas semanas. No quiero preocuparlos a ellos tambiŽn. A–ado que ya me gustar’a poder arreglar esto. Por desgracia, el trabajo me lo impide. Le prometo hacer algo al respecto en cuanto finalice mi misi—n aqu’. Me despido de ella y le pido una pronta recuperaci—n a mi suegro.

La llamada ha empeorado mi estado de ‡nimo. Declino amablemente la invitaci—n de mi padre y me refugio en la habitaci—n. Trato de volcarme en el reportaje para no pensar en lo que est‡ sucediendo. Lamentablemente, en cuanto inicio el PC, conecto el dispositivo de memoria USB y repaso el ‡lbum de fotos de mi mujer. Esta vez me centro en las de nuestra boda. Los recuerdos me arrastran hacia el pasado. Hacia doce a–os atr‡s.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Cap’tulo 4: La Boda (El amor est‡ en tus ojos)

 

 

Madoka y yo llevamos bastantes a–os como pareja. Pero nunca se me ha ocurrido dar el paso que queda. La verdad es que tengo miedo a su reacci—n. Y no es la primera vez. Aœn recuerdo cuando me declarŽ y tuve que esperar casi un a–o a su respuesta. Si, se daban unas circunstancias muy especiales. Pero no quiero que me vuelva a suceder lo mismo en algo tan importante. A pesar de que gracias a mis cr—nicas he conseguido un buen trabajo como fot—grafo y reportero en un diario importante del pa’s, todav’a vivo en un apartamento de la Green House junto a mi padre. Ella, por su parte, lo hace en casa de sus progenitores. Pero casi se puede decir que es su casa.

Ya se ha convertido en una gran compositora y letrista. Las estrellas del momento piden sus servicios, ya sean Idol Singers o gente con una trayectoria ya consolidada. En especial Hayakawa Mitsuru, con quien mantiene una relaci—n profesional muy fruct’fera. Las escuelas de mœsica de Jap—n se la disputan. Todo comenz— en un concurso de nuevos talentos que la NHK organiza cada a–o y que result— muy controvertido. Madoka ni se planteaba convertirse en una Pop Star. Es m‡s, sonre’a cuando se lo preguntaba, como diciendo, ÒÀQuiŽn, yo?Ó. De entrada, iba a sustituir al teclista de la banda de su primo Shū. Sin embargo, tuvo que acabar cantando en lugar de Yukari. Su actuaci—n en directo fue soberbia. Tanto que, entre bambalinas, muchos osaron decir que, para ser una amateur, lo hacia incluso mejor que Hayakawa Mitsuru, el Idol Singer del momento.

Sin embargo, el anuncio de Žste de abandonar el fen—meno fan para convertirse en profesional; y del hecho de que ten’a novia, eclips— su irrupci—n. Tal fue la controversia que, finalmente, la NHK opt— por no emitir la gala. No obstante, el intercambio de cuerpos que hab’amos sufrido ambos el d’a anterior, hizo que se fijara en mi esposa. Reconoc’a que nunca hab’a visto a una chica tan guapa fuera del Show Biz. Sab’a de sobras que, si quer’a mantener su posici—n como ’dolo de masas, necesitar’a algo m‡s que perfeccionar su voz. Y comprendi— que Madoka era mucho m‡s que una cara bonita. Era alguien con un talento incomparable. Por desgracia, las circunstancias personales que est‡bamos viviendo, la alejaron moment‡neamente de la mœsica. Finalmente, una vez puestas algunas cosas en su sitio, acept— colaborar con Žl. La œnica condici—n que impuso fue compaginar la carrera de Literatura y Arte con las composiciones. Primero, con la banda de Shū y Yukari. Lleg— a tocar en algunos de sus conciertos e, incluso, a cantar y a acompa–ar a los coros. DespuŽs, con Hayakawa. Ambos se han convertido en un t‡ndem de Žxito asegurado.

Pienso en todo ello. TambiŽn, en lo bien que nos lo pasamos unos d’as atr‡s, en la fiesta de Tanabata. Que suerte que, por una vez, tengamos unos d’as libres. Sonr’o cuando imagino los momentos que vamos a disfrutar juntos a solas, sin nadie que moleste. Como siempre, mis hermanas han aprovechado un encargo de mi padre en Okinawa para librar en el trabajo y acompa–arlo. A sus respectivos novios no les importa. Todo parece que va a ir como una seda. Suena el timbre. ÀQuiŽn ser‡ a las ocho de la ma–ana? Abro la puerta y me sorprendo. Es Madoka, que viene de improviso. La agarro por la fuerza y la hago entrar dentro:

– ÁKasuga-kun, por favor, comp—rtate, que nos van a ver!

– No te preocupes, no hay nadie. Mi familia est‡ fuera. Nadie molesta.

Nos besamos. Quiero seguir jugando pero, al contemplar su rostro, identifico ese aire preocupado que me dice que algo se va a torcer. Cuando veo sus manos, me acabo de convencer que estoy en lo cierto. Le pregunto si ha desayunado antes de prepararle algo. Aunque soy un poco torpe incluso para eso, sabe que siempre hago las cosas lo mejor que puedo. Me responde afirmativamente. Nos sentamos en la mesa, cara a cara. Le acaricio los dedos y reconozco lo que llevaba de la mano: 

– ÀQuŽ haces con el pasaporte? ÀTe marchas a ver a tus padres?

– S’, peroÉ Esta vez, me gustar’a que vinieras conmigo.

La idea me ruboriza. A ellos los hab’a visto por separado, en sus actuaciones dentro de Jap—n; o juntos, en sus estancias en la residencia familiar. Agradec’an el cuidado que hab’amos tenido todos por su hija como amigos. Y, aunque no es ÔoficialÕ, sospechan que tiene novio. Cada vez se prodiga menos en sus visitas a Seattle, donde se ha instalado su hermana mayor y donde sus padres pasan las temporadas m‡s largas. Y siempre que lo hace, est‡ pendiente de mis llamadas. Guardo silencio:

– ÀTienes miedo?

– No, m‡s bien, un poco de vergŸenza. Ya sabes que me cuesta mucho comportarme ante ellos. Son mœsicos muy famosos, conocidos alrededor del mundo. Adem‡s, a veces me siento como un astronauta en una galaxia extra–a.

Mi çngel sonr’e, pero casi estalla en una carcajada. Primero me toma las manos y me las acaricia. Luego, se levanta y me rodea con sus brazos:

– Kasuga-kun, no te preocupes. SŽ tœ mismo. SŽ el chico que conoc’ en el Kōryō. El chico que no beb’a, no fumaba y siempre estaba en casa a la hora que tocaba.

– ÀCon eso ser‡ suficiente?

– Estoy segura que s’.

De todas formas, no lo tengo nada claro. Madoka quiere decirme algo con ese gesto. Pero no sŽ quŽ. SŽ que ha sufrido mucho este pasado a–o: mi desaparici—n en Bosnia y el rescate de Hikaru en MŽxico la han afectado considerablemente. Sobretodo, este œltimo punto. Durante mucho tiempo, he sido el motivo principal por el cual apenas se hab’an dirigido la palabra durante a–os, adem‡s de un tema tabœ. A pesar de que Hikaru est‡ condenada a no poder olvidarme, ambas entendieron que, para cerrar definitivamente sus heridas, necesitaban superar sus diferencias. La primera tuvo que domesticar sus terribles celos. Suerte que est‡ totalmente segura de mis sentimientos. La segunda, esforzarse para controlar su afecto hacia mi.

Con todo, para m’ tampoco ha sido f‡cil. Aœn me siento abrumado, celoso, e incluso m‡s inseguro que antes. El hecho de que tuviera que rescatar a mi primo Kazuya del mundo de ficci—n del pervertido de Hatta fue un mal menor. Lo peor hab’a acontecido antes: algunos detalles del pasado de mi mujer a punto de empezar la secundaria. Entre Žstos, la escena que hab’a contemplado en aquel almacŽn, junto a Hikaru. Aœn me robaba el sue–o. ÀPor quŽ se hab’a desnudado delante de Mishima y le hab’a ofrecido sexo? ÀLo hab’a hecho porque estaba enamorada de Žl? ÀO para agradecerle la atenci—n y protecci—n que le negaba su hermana mayor, m‡s pendiente de cosas de su edad que no de ella? Y adem‡s, le dijo que lamentar’a haber rechazado la oferta. La verdad es que Mishima acert— en una cosa: ÒAlgœn d’a, algœn tonto lo ver‡Ó. Y ese tonto he sido yo. Ahora entiendo a mi novia cuando, en aquella ocasi—n en que nos quedamos solos en una isla desierta, me dijo que hab’a hecho cosas muy malas. Y lo peor es que no puedo pregunt‡rselo. Si lo hiciera, arrasar’a todo el camino que hemos andado juntos.

La œnica buena noticia es que las cosas est‡n m‡s o menos como antes de la ruptura, aunque no resulte exactamente igual. Quer’a recuperar el cari–o de Hikaru. Por ello, tuve que realizar el esfuerzo de hacerle comprender que, a pesar de que Madoka es muy especial para m’, aœn la apreciaba y agradec’a todos sus gestos. Lo mejor para todos era disfrutar de nuestra compa–’a y controlar nuestros sentimientos, a la vez que comportarnos para no herirnos. La estancia en Okinawa fue la primera vez en mucho tiempo que los tres gozamos y re’mos juntos. No hubo m‡s malos entendidos ni m‡s evasivas extra–as. Y muchos menos dudas. Las cartas estaban boca arriba y hab’amos aprendido separar a las cosas. El hecho de que Hikaru hubiera vuelto a Otaru y necesitase apoyo para relanzar su carrera lo facilit— en gran parte. Desde entonces, su vida ha cambiado mucho.

Castigado por las dudas, acudo al Shin ABCB, refundado como piano bar. Es un lugar donde los amantes del jazz disfrutan de buena mœsica en directo. El plato fuerte son las actuaciones sobre el escenario de promesas o gente consolidada como Arima Reiji o, excepcionalmente, Ayukawa Madoka (que es su nombre art’stico). Master me saluda efusivamente, pues hacia una larga temporada que no le visitaba. Le pregunto por Hana, su novia, y me dice que est‡ fuera atendiendo unos recados. De inmediato, me sirve un cafŽ americano. QuŽ bien que conoce mis gustos. Cuando le comento la propuesta de mi novia, se r’e a carcajadas durante un rato. Sus palabras traducen lo que me est‡ sugiriendo: ÒTe recomiendo que pienses en un lugar rom‡ntico en el que se sienta como en casa, busques una joyer’a, y le propongas que os casŽis. Ambos tenŽis un buen trabajo, y llev‡is juntos mucho tiempo. Si te va a presentar a sus padres formalmente, es que te est‡ pidiendo que des el paso. SŽ que es arriesgado, peroÉ Te aseguro que nada en Ayukawa-kun es gratuitoÓ.

Parece mentira que la conozca mejor que yo. Dos d’as despuŽs, con los visados en regla, tomamos un vuelo desde el Aeropuerto Internacional de Narita hac’a el de Chicago – OÕHare. Casi olvidaba lo que era el jet lag. Sus padres habitualmente residen en Seattle. Sin embargo, la Orquesta Sinf—nica est‡ ofreciendo una temporada de conciertos en el Estado de Illinois. Y por ese motivo se han instalado en una casa alquilada. Al llegar a la terminal, todo precipita. Madoka me presenta ante ellos como su novio. Todav’a se acuerdan del incidente en Bosnia Herzegovina y de los quebraderos de cabeza que les ocasion— mi desaparici—n. Tras guardar las maletas en el coche, nos dirigimos a Evanston, una localidad al norte de Chicago, en donde se ubica la casa. Cuando nos quedamos a solas en la habitaci—n, mi novia no para de re’rse recordando la escena. Me dice que deber’a haberme sacado una foto. Agacho la cabeza, colorado aœn por la vergŸenza pasada y por el mal rato vivido. Nunca la hab’a visto as’ de feliz. Siguiendo las costumbres de respeto que hemos mantenido durante nuestra relaci—n, decidimos dormir en camas separadas. Hemos hecho muchas veces el amor en mi habitaci—n o en la suya, pero nunca en las de nuestros padres. No puedo dormir pensando en las palabras de Master. En el miedo que tengo a que me diga que no. En c—mo ped’rselo.

Al d’a siguiente, empieza el tour por los lugares m‡s populares de Chicago. Aunque no lo aparento, Madoka sabe que algo baila en mi cabeza. Siempre he lamentado mi torpeza para realizar segœn quŽ cosas. Siempre me he refugiado en los poderes para no hacer el esfuerzo por m’ mismo. Un lugar donde se sienta como en casa. Sigo dando vueltas a la idea hasta que llega la hora posterior a la cena. Todos estamos reunidos en la sala de estar. Su padre le pide que toque el piano de caja vertical que hay para nosotros. A rega–adientes, acepta. Elige piezas de Chopin y MozartÉ Y, entonces, bajo sus acordes, una idea brota en mi mente. Recuerdo que lleva a todas partes una composici—n muy especial para ambos. Estoy seguro de que debe andar por aqu’. Tras la velada, converso con su padre y le pregunto cual es el mejor recinto de mœsica cl‡sica de la ciudad. Me comenta que el Symphony Center, en South Michigan Avenue. A–ade que es, junto al Civic Opera House, uno de los dos lugares donde suelen dirigir y tocar. Aunque es demasiado pronto, y la confianza que me tomo con Žl resulta casi ofensiva, le pido un inmenso favor: una visita privada para m’ y su hija.

ƒsta la realizamos un par de d’as m‡s tarde. Al subir al escenario, le pido que toque el piano para m’. En principio, se enfada. Ya he disfrutado bastante de sus dotes en este viaje. Insisto. Est‡ a punto de irse, pero la agarro del brazo. Aunque temo que me vaya a abofetear, tengo que arriesgarme. Nos miramos a los ojos. Aœn recuerdo lo que me dijo una vez, cuando pens— que su padre estaba enga–ando a su madre: ÒSabes, no sŽ porquŽ, pero cuando eres tœ quien me dices las cosas, me las creoÓ. A pesar de que no articulamos ni media palabra, acepta y se sienta al piano. Le pido que cierre los ojos un momento. Saco de mi mochila la partitura de ÒKyosuke #1Ó y una cajita. La primera la sitœo en el atril. La segunda, justo por detr‡s. Al abrirlos, Madoka se queda perpleja. Su rostro se pregunta por quŽ esta composici—n, aqu’ y ahora. Guardo silencio y me mira con una media sonrisa. Empieza a tocar con una pasi—n que pocas veces le debo haber visto. No sŽ si es porque, como todo ni–o peque–o, tiene entre sus dedos un juguete suyo que le hace disfrutar, o porque ya sospecha algo.

Al final de su actuaci—n, le pido que retire la partitura del atril. Mi pulso se acelera por su reacci—n. Al ver la cajita tras Žste, se queda paralizada. Le pido que la abra. Dentro, una sencilla alianza con motivos rojos en sus bordes. Con voz entrecortada, le pregunto:

– ÀÉ LoveÉ oÉ Aishiteru?

No responde. Tan s—lo pliega la tapa que cubre las teclas del piano, se levanta y me abraza con todas sus fuerzas. Nuestros labios se encuentran en un beso casi eterno. Creo que es el m‡s largo e intenso de todos los que recuerdo con ella. M‡s incluso que el que nos dimos bajo el ‡rbol de los recuerdos, en el parque en el que nos conocimos. A continuaci—n, me interroga:

– ÀCuando quieres mis padres conozcan a Takashi-san?

– Pregœntales si tienen unos d’as libres para regresar con nosotros a Jap—n. Yo me encargo de ponerme en contacto con el nakodo.

Durante todo el camino de vuelta, no separamos nuestras manos. A veces nos las acariciamos. Otras, nos las agarramos con fuerza. Les pedimos que consulten su agenda para encontrar un hueco y conocer a mi padre. En principio, no dicen nadaÉ Hasta que entienden que su hija va a casarse. La ampl’a sonrisa que acompa–a la respuesta afirmativa me tranquiliza. Unas semanas despuŽs, se celebra la reuni—n y se discuten los detalles del enlace. Se acuerdan dos ceremonias: una en el templo, en Tōkyō, para no contrariar a Ojīchan, gran amante de las tradiciones, que organizar‡ mi familia; y una segunda en Hawai, Žsta por expreso deseo de los padres de Madoka. Sin embargo, mi çngel pone una sola objeci—n: si bajo un ‡rbol nos conocimos y juramos amor, bajo un ‡rbol nos deb’amos casar. El tiempo no deb’a ser ningœn problema, pues all’ casi siempre es excelente. Sus padres asienten, encantados con la idea.

El primer enlace se produce a primeros de agosto, en un ambiente ’ntimo y alejado de los objetivos. Mi mujer est‡ preciosa, vestida con un uchikake blanco, cabellos recogidos, y maquillada para la ocasi—n. En cambio, yo no paso un buen rato. A diferencia de mis abuelos, no estoy acostumbrado al hakama y dem‡s prendas tradicionales. Visto que mi padre no pod’a costear s—lo el kosoderyo, me he rascado el bolsillo sin que Žl lo supiera. Las flores, las velas, el konbu para que el clan no se extinga, y otras ofrendas han salido de Ojīchan, que est‡ encantado con el hecho de que se case su primer nieto. El shuehiro para la prosperidad y el surume para la solidez de nuestra uni—n los entrega Manami. Kurumi se encarga del yanagi taru (se ha convertido en una gran entendida en todo lo tocante a la elaboraci—n del sake) y del noshi, para una larga vida. A pesar de que Madoka va a llevar el apellido Kasuga por el resto de sus d’as, decidimos que la casa de los Ayukawa ser‡ nuestro hogar. Sus padres se lo deben, pues ha sido ella quien lo ha guardado durante sus ausencias. Su hermana mayor no pone objeciones, ya que se ha establecido en Estados Unidos.

Para la segunda boda, esperamos a las vacaciones de Navidad. Queremos que estŽn todos para evitar problemas de agenda. Adem‡s, esta ceremonia s’ ha sido anunciada ÔoficialmenteÕ, por lo que el grueso de mis compa–eros de oficio asistir‡ como invitados o trabajando. Ya me imagino el titular: ÇFamosa letrista y compositora se casa con reconocido periodistaÈÉ ÀO es mejor al revŽs? De todos modos, para muchos de ellos ser‡ Ôla boda del a–oÕ. La asistencia de Komatsu, Hatta, los padres de Madoka, su hermana mayor, Hayakawa Mitsuru, compa–eros de oficioÉ No es para menos. Sin embargo, unas semanas despuŽs de la primera ceremonia, salta la sorpresa. Es un domingo por la ma–ana en el que, a pesar de brillar el sol, el viento de septiembre que anuncia la llegada de los tifones se empieza a notar. Aunque todav’a falta mucho, me siento en el sof‡ de la sala de estar, justo al lado del piano, y empiezo a preparar los detalles del viaje a Hawai, la organizaci—n para no quedar en mal lugar ante mis colegas de prensa, el enlace y la luna de miel. De golpe, Madoka aparece p‡lida como un esp’ritu, con un objeto de la mano, y temblando de arriba a abajo. Se sienta a mi lado y me agarra la mano. Nunca la hab’a visto as’. Le peino los cabellos y le acaricio el rostro. Ha pasado algo:

– No puede serÉ

– ÀEl quŽ?

– Es queÉ No sŽ como dec’rteloÉ

Justo en ese momento, encuentra las palabras. Insignificantes en apariencia. Pero con una traducci—n brutal para mi mente. La primera bofetada que me dio, me la ganŽ por dec’rselo:

– Voy a hacerte casoÉ Voy a dejar de fumar.

Sonr’o y me abrazo a ella con todas mis fuerzas. Llora como pocas veces le debo haber visto. Est‡ muy asustada porque sabe que va a ser madre. Una un tanto especial. Y, entonces, acude a mi mente lo que me inquiri— en aquella noche m‡gica en Yokohama: ÒÀTendremos algœn d’a hijos Žspers?Ó. La diferencia entre formular la pregunta y vivirlo en carne propia es abismal. Bien que lo sabe mi padre.

– A cambio, quiero que me prometas una cosa.

– ÀQuŽ quieres?

– Que no se lo dir‡s a nadie.

Estamos de suerte. La familia de mi esposa y la m’a nos dan carta blanca para preparar el segundo enlace. Todo ello permite a Madoka elegir un vestido de novia que disimule bien su estado. Ni tan siquiera su madre o su hermana la ver‡n hasta el œltimo momento. Y por fin llega el d’a se–alado. Ten’a unas ganas locas de dejar el fr’o de Jap—n por el calorcito de Hawai. Estoy todav’a m‡s inquieto que en el primer enlace. Tal vez porque esta vez s’ han acudido todos. Mientras me pongo el smoking blanco, los pantalones, la americana, los zapatos, y la pajarita a juego, le pregunto a mi padre si el d’a de su boda estaba igual de nervioso. Justo en ese momento, nos acordamos de mi madre. Su rostro es el que demuestra estar m‡s afectado por su ausencia. Debe haber sido de las pocas veces en las que le he visto llorar. Adem‡s, Kurumi y Manami ya no viven en casa, y yo me fui tras la ceremonia en el templo. Llegamos al lugar del enlace: el jard’n que hay junto a la iglesia. El sacerdote ha aceptado encantado la idea de celebrarlo a la sombra de un ‡rbol frondoso.

Mientras espero, llegan los invitados. Los primeros en acudir son los del clan Kasuga. Primero lo hace Ojīchan, dando la nota y vistiendo al uso tradicional japonŽs. Le veo muy desmejorado y eso me preocupa. Va del brazo Obāchan que, como siempre, le lleva la contraria y viste m‡s acorde a los gustos de Occidente. Le sigue Kurumi, que est‡ conviviendo con Hayami Yun, su gran amor. ƒste ha logrado domesticar el car‡cter travieso y rebelde de mi hermana peque–a. Sin embargo, lleva bastante mal lo de saber que ella tiene poderes, en especial, cuando se enfada. Gasta un genio... ƒl trabaja como ingeniero naval y ella, junto con Manami, en el Ikkoku, el restaurante que ambas han abierto en Yokohama. Es la catadora, jefa de servicio y relaciones pœblicas. La verdad es que tiene madera para elloÉ Pero no para la cocina. Por ahora, viven en un apartamento de la ciudad.

Quien s’ la tiene es Manami. Obviamente, es la jefa de cocina y administrativa del negocio. Para algo estudi— econ—micas en la Tōdai. Le acompa–a su novio, Kaneda Sōichirō, el contrapunto perfecto a ella: bromista, alegre, encantador y servicial. Trabaja como contable de una empresa importante y todav’a no sabe nada sobre los poderes familiares. Manami, al igual que yo, es discreta y reservada al respecto, y no sabe c—mo dec’rselo. TambiŽn viven en Yokohama, en el mismo bloque que Kurumi y Yun. Al final, irrumpen Akane y Kazuya. Y digo ÔirrumpenÕ porque, cuando llegan ellos, es como si toda la tierra que hay alrededor temblara. Mi prima esta soltera y sin pareja conocida. Su hermano sigue siendo incorregible. Y eso que ya est‡ en la universidad. Seguro que Žl y Ojīchan se lo deben haber pasado bomba aqu’. Y m‡s, con el aluvi—n de objetivos que le rodean. Detr‡s de ellos, lo hacen mis t’os.

Tras aparecer mi familia, lo hace la de mi esposa. La madre de Madoka y su hermana mayor vienen juntas. Esta œltima trabaja como productora e ingeniera de sonido para una importante discogr‡fica con base en Toronto, Canad‡. Su marido, Hanzo Hattori, es cirujano en el Seattle Grace, uno de los hospitales m‡s prestigiosos de la ciudad. Tienen 3 hijos, que han nacido durante nuestra Žpoca universitaria en Waseda. Las mayores, que son gemelas, se llaman Kanako y Meiko. El peque–o, Kentarō. Suerte que todav’a no hemos tenido descendencia. No quiero ni pensar en las acrobacias que vamos a tener que realizar para mantener el secreto. TambiŽn asiste su primo Shūichi, junto a Yukari, su esposa. Han venido directamente desde Los çngeles, donde se han establecido como letristas y compositores de Žxito.

A continuaci—n, llega Hikaru. La esperaba algo triste, pues era ella quien deb’a acompa–arme en el altar. Sigue soltera y, en teor’a, sin compromiso. Se ha recuperado f‡cilmente del golpe sufrido por la suspensi—n del musical ÒThe Legend Of AtlantisÓ y sus consecuencias. Ya se ha hecho un nombre en el mundillo de los musicales del ÔOff BroadwayÕ, y est‡ estudiando interpretaci—n en el ActorÕs Studio College para ampliar sus miras. Se ha trasladado a Greenwich Village, una de las zonas m‡s cŽlebres de Manhattan, en el coraz—n de Nueva York. Sin embargo, es incombustible. Me recibe con una amplia sonrisa, siempre vital y alegre. Me felicita muy efusivamente y me pide que haga feliz a Madoka. Se lo debemos. Tal vez haya valorado que quien se casa es su mejor amiga. Pero la ilusi—n que demuestra es diferente. Es la misma que cuando Žramos Ôpareja oficialÕ en el Kōryō. Y ello me intriga.

Y si hablamos de Hikaru, tambiŽn hay que hacerlo de Hino Yūsaku. Tampoco pasa desapercibido vistiendo con hakama y un par de geta. Por lo que sŽ, est‡ soltero y volcado en las competiciones de judo y karate, en las que ha obtenido varios t’tulos y medallas ol’mpicas. Sin embargo, sigue siendo muy t’mido y cortado con las mujeres. Muchas veces tiene que ayudarse de entrevistas con mediadores para compromisos. No sab’a porquŽ Madoka se hab’a empe–ado tanto en invitarloÉ Hasta que me dio la explicaci—n pertinente: ÒYū-kun y yo somos amigos desde peque–os. Hemos jugado juntos y siempre nos hemos respetado y apoyado. La verdad es que cuando se enter— de la ruptura entre Hikaru y tœ, estuvo tentado de pegarte una buena paliza. Sin embargo, luego se supo la verdadÉ Y entendi— que ambos ten’amos nuestra parte de culpa en el da–o que le hicimosÓ. TambiŽn recibo su felicitaci—n. Ya no parece aquel chico resentido que conoc’. Incluso me sonr’e. QuŽ iluso que soy. Hay cosas que en Žl no cambian. Me amenaza con otra paliza si no hago feliz a Madoka. Le comento que, si es as’, tendr‡ que ponerse a la cola: ser‡ Hikaru quien me dŽ una buena somanta de palos.

Por desgracia, no son los œnicos que dan la nota. Mis amigos del Kōryō est‡n a su altura. ÁQuŽ digo! Elevan el list—n. Komatsu Seiji aparece con una vestimenta formal pero con una compa–’a nada apropiada. Es lo que tiene vivir en Chiba, al este de la bah’a de Tōkyō. La chica que viene con Žl es su œltimo ligue. Una autŽntica exhibici—n de curvas embutida en un traje todav’a m‡s vertiginoso. Como esperaba, Ojīchan y mi primo disfrutan de las vistas. El proyecto que protagonizamos todos en el instituto le marc—. Ahora es un director de cine reconocido y agente de Hatta Kazuya. ƒste no le va a la zaga: tambiŽn viene acompa–ado de un ligue que se ajusta a sus gustos. Es lo que tiene estar soltero. En cierta medida, ni maduras ni te asientas. Trabaja como dibujante de Žxito y guionista, tanto de Manga como de cine. TambiŽn vive en Chiba, adem‡s en el mismo edificio que Komatsu. Menos mal que mis hermanas no cayeron en sus zarpas. No quiero ni pensar lo que hubiera pasado.

El contrapunto agradable lo protagoniza Master. Se ha recuperado muy bien de la ruptura con su mujer. Le acompa–a Hanajima Saki, su pareja. Es una licenciada en psicolog’a por la Tōdai m‡s joven que Žl, que s’ entiende el papel que juega un barman, y con quien est‡ conviviendo. Ambos comparten el trabajo en el Shin Abakabu. Todos toman asiento en el lugar que se ha habilitado para el enlace. TambiŽn llega Hayakawa Mitsuru, acompa–ado de Shiori, su esposa; y sus hijos, Kazuto y Akina. A pesar de la presencia masiva de la prensa, se le ve muy relajado y feliz.

Finalmente, aparece Madoka, cogida al brazo de su padre, visiblemente emocionado. Como no pod’a ser de otra forma, le acompa–an los acordes de la ÒMarcha nupcialÓ de Mendelssohn, ejecutados al piano por su hermana mayor. Est‡ m‡s radiante incluso que en la ceremonia en el templo. Es como un sue–o. Viste tal cual la imaginŽ cuando se produjo el malentendido por los preparativos de la boda de Žsta œltima: un vestido blanco con cintura amplia para ocultar su estado, guantes largos y zapatos a juego, y rostro cubierto por un fino velo que sostienen dos rosas blancas. Lleva en las manos un ramo de ojisai, la conocida como Ôla flor caprichoÕÉ Suerte que nadie ha advertido su estado avanzado. Al gui–arme un ojo y sonre’r, entiendo que todo ha ido segœn lo previsto.

Una vez la ceremonia ha concluido, mi esposa le regala una del ramo a Yūsaku para darle suerte y valor, otra a Hikaru y otra al Master. El resto, como es tradici—n, lo lanza al aire. Mi prima Akane utiliza discretamente los poderes y lo recoge. No cambiar‡. Madoka y yo cumplimos el tr‡mite cortŽs de las fotos, ya sea en pareja como acompa–ados de la familia. Para no quedar en mal lugar, ofrezco a los compa–eros de oficio un peque–o servicio de cattering. La oportunidad perfecta para que, tras tanto agobio, mi esposa y yo nos demos a la fuga. Es entonces cuando se produce un momento divertidoÉ Y so–ado. Hace ya tanto tiempo. Lo que nos conduce al restaurante no es una limusina sinoÉ Un autobœs escolar un poco destartalado, con latas atadas atr‡s y la leyenda ÔJust MarriedÕ escrita en la parte trasera. RiŽndonos de la ocurrencia y de la forma en que nos hemos marchado, subimos, nos sentamos al fondo del todo, y nos vamos.

Tras el banquete, Madoka lo pasa bastante mal. Los invitados fuman y le ofrecen tabaco. Se niega en redondo, con una vehemencia que sorprende a todos los que la conocen. Aunque la jornada resulta muy estresante por lo ajetreado de la atenci—n, tengo un momento para conversar con mi suegro. Me est‡ muy agradecido. Tanto Žl como su mujer se sorprendieron gratamente al ver que su hija ven’a con un novio tan formal. Tem’an, por los antecedentes que ten’a de joven y lo que le iba contando su hija mayor, que fuera un ÔdelincuenteÕ. Bueno, lo de ÔformalÕÉ Tal vez no piensen lo mismo en cuanto llegue su pr—ximo nieto.

M‡s tarde, salgo al jard’n para tomarme un respiro. Sin embargo, cuando veo a Ojīchan poniŽndole la mano en la barriga a Madoka, entiendo que no puedo dejarla sola en manos de los de mi clan. Enfadado, le pregunto quŽ demonios est‡ haciendo el muy pervertido. Primero me sonr’e y me pide que le acompa–e. Me niego, pues ya que mi esposa es de la familia, tambiŽn tiene derecho a saber lo que me tiene que decir. Aunque su salud es delicada y ya es bastante mayor, me asusta. A Žl no se le puede enga–ar. Sabe que dos nuevos miembros van a llegar porque ha percibido su energ’a dentro del vientre de ella. Ambos nos quedamos estupefactos. Pensamos que est‡ de broma. Pero cuando se trata de asuntos familiares, deja su lado grosero a parte. Le pedimos por favor que no se lo diga aœn a nadie. Asiente y reconoce que le tranquiliza que la continuidad del clan estŽ asegurada. Lo œnico que hac’a era cederles parte de su propia energ’a para que nacieran con salud. A–os despuŽs iba a descubrir que ese gesto tan simple resultaba algo aœn m‡s grande.

Los meses siguientes son vertiginosos: se hace oficial que estamos esperando descendencia. Ojīchan enferma gravemente y mi padre tiene que ir al pueblo para cuidarle. Es entonces cuando conoce a Kyōko y empieza su noviazgo. Mi hermana Manami se enfrenta a la decisi—n de Žste, hasta que Madoka le hace ver que Obāchan ha tenido algo que ver en todo ello. Ojīchan fallece, se celebran las exequias y mi hermana acepta la relaci—n. Es entonces cuando la intriga alrededor de Hikaru toma cuerpo: tiene pareja. Es un chico de origen chino llamado Robert. En febrero, viajamos a Nueva York para conocerlo. Justo a la vuelta, mi mujer se desmaya al confirmarse la noticia: no es una, sino dos las criaturas que vienen. El resto del embarazo se le hace muy dificultoso: cargar con ambos resulta muy duro. Finalmente, llega el d’a del parto, a mediados de mayo. Afortunadamente, todo va de maravilla. Son mellizos. Mi padre sostiene al ni–o en sus brazos. Reconoce que se parece mucho a m’ cuando nac’. Madoka, a la ni–a. Decidimos poner los nombres de Izumi, en honor a un gran dibujante de Manga y Akemi, en memoria de mi madre, a la que apenas conoc’.

A pesar de no controlar la teletransportaci—n y la telekinesis, Izumi se comporta muy bien. Sin embargo, con el tiempo comprobamos que su car‡cter es reservado, solitario, melanc—lico y, a ratos, tan rebelde como el de su madre. Afortunadamente, madura igual de r‡pido que ella y demuestra ser un buen estudiante y un excelente deportista. Poco a poco se hace m‡s responsable. Akemi, en cambio, es la viva imagen de mi esposa cuando era peque–a, en especial, con el pelo corto. Por contra, es patosa, dubitativa, con una tendencia natural a meter la pata y torpe. Aunque eso s’, extrovertida, alegre y un poco traviesa como mi hermana Kurumi. Lo que m‡s nos sorprende y asusta de ella no son ni la telekinesis, ni los sue–os premonitorios que tiene, ni la capacidad de auto hipnotizarse accidentalmente, poderes que controla con problemasÉ Sino su inmenso talento con el piano. Segœn ella, nunca utiliza las habilidades familiares. Simplemente, disfruta con su juguete favorito. Es aœn mejor que Madoka a su edad, y se defiende muy bien componiendo y tocando el saxof—n.

Mi mujer comprueba en su propio cuerpo lo dif’cil que resulta todo esto. Casi olvidaba el pavor y el p‡nico que le tiene a todo aquello sobrenatural. Adem‡s, ante ella casi nunca me he servido de los poderes. Los primeros pasos de nuestros hijos, que los utilizan inconscientemente, van acompa–ados de desmayos, crisis nerviosas, ansiol’ticos, y frecuentes y sospechosas visitas al hospitalÉ Hasta que, con la ayuda de mis hermanas, se acostumbra a las maneras de los Kasuga. Para que esto no suceda y evitar hacer de oro a los de las mudanzas, decide imponerles instrucci—n en las artes marciales. Todo para poder controlar por s’ mismos sus habilidades. Como es de esperar, Akemi tiene problemas. Pero siempre se esfuerza al m‡ximo. Por el contrario, Izumi apunta maneras que el propio Hino Yūsaku le hubiera gustado tener.

El tiempo continœa con su transcurrir y se precipitan los acontecimientos: Hikaru se casa con Robert, lo cual nos hace respirar aliviados, porque nuestra relaci—n se asienta sobre pilares m‡s s—lidos. Mi padre tambiŽn se casa con Kyōko y, como hab’a prometido mi hermana Manami, el Ikkoku acoge el banquete. Obāchan, con la sensaci—n del deber cumplido, se reœne con Ojīchan. TambiŽn se celebran la boda de Master con su novia, HanajimaÉ Y las de mis hermanas en una gran ceremonia. Como es preceptivo, Sōichirō y Yun, adoptan el apellido Kasuga. Nacen los hijos de Hikaru y los de Kurumi y Manami. Por si no hab’a suficiente, mi prima Akane tambiŽn contrae matrimonio, para sorpresa de la familia. Jura que un dibujante de Manga se lo vaticin— un tiempo atr‡s.

Y nace Kenji, nuestro tercer hijo, en pleno mes de julio. Con Žl, mi esposa se embarca en una lucha constante y agotadora para que respete el secreto de la familiaÉ Y no tengamos que recuperar costumbres ÔcasiÕ olvidadas. En lo f’sico, se parece mucho a Takashi, mi padre. En lo referente al car‡cter, es un se’smo: travieso, caradura y con un lado picante propio de mi primo Kazuya y de Ojīchan. Con el paso del tiempo, sus andanzas empiezan a resultarme ÔfamiliaresÕ: subirle las faldas a las profesoras en presencia de los padres, romper cristales, decir en voz alta cosas impropias de su edad, meterse en l’os con sus compa–eras de preescolar. Gajes de la telepat’a y la telekinesisÉ Suerte que est‡ Izumi, al cual obedece sin rechistar y adora. Debe ser porque le saca de m‡s de un l’o. Debe ser porque a su lado, se concentra y controla sus habilidades. Lo malo es que todav’a no tiene edad para recibir la misma formaci—n que sus hermanos.

El tiempo, como el agua, sigue su curso. Todo parece guiarse por un cauce l—gico. Hasta que el r’o llega a un salto de agua abismal que parece no tener fondo. Y que, acaso, los peces plateados no pueden superar sin perecer.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Cap’tulo 5: É Y vuelta a empezar (Un tri‡ngulo peligroso)

 

 

La luz de un nuevo d’a me despierta. Y, por una raz—n desconocida, mi cuerpo toma conciencia de la realidad a travŽs del miedo que me infunde esa Ayukawa con la que me he citado para hoy. Ayer se mostr— encantadora y amable, peroÉ Si hago caso de lo que viv’ junto a ella cuando nos conocimosÉ Me temo que la jornada va a ser demasiado larga. Ojal‡ me equivoque. Tras el desayuno, los ni–os me preguntan por quŽ no pueden acompa–arme hoy. Tan s—lo les pido que se porten bien, estudien y obedezcan a su abuelo. Izumi me sigue mirando con desprecio y ni tan siquiera se despide de m’. Mi padre le ri–e y le cuestiona por las razones de ese comportamiento. ƒl guarda silencio, como su madre. A pesar de que la puerta de su mente est‡ cerrada a cal y canto, sŽ lo que piensa. Pero no se lo puedo explicar. Tal vez porque no lo entender’a. Tal vez porque todav’a no he encontrado todas las respuestas.

La espera se me hace dura. El choque entre temores y alegr’as sacude mi cuerpo. ÀQuŽ Ayukawa voy a encontrar hoy? Trato de pensar en positivo. Seguro que la chica agradable y celestial que hace brillar las aguas del r’o. Un claxon lo estabiliza. Miro alrededor para identificar el veh’culo. No lo encuentro. La bocina vuelva a sonar. Es la de una Harley - Davidson Chopper. La mœsica de su motor resulta inconfundible. Quien la conduce lleva un conjunto negro formado por un vestido de una pieza de cuero muy ajustado y corto, chaqueta a juego propia de los amantes del rock ÔnÕ roll, medias largas y botas. Las gafas de sol que cubren sus ojos, son las que suelen tener los polic’as de autopista que conozco de mis estancias en los Estados Unidos. El conjunto lo redondea un cigarrillo en los labios sin aligerar de ceniza. No puedo creŽrmelo: es la estampa de un autŽntico forajido. Por desgracia, la moto se acerca y se detiene ante m’. El piloto se levanta el casco de tres cuartos y se retira las gafas de sol para identificarse. Efectivamente, es Ayukawa. Lo extra–o es que, a pesar del miedo que me da, el gesto lo encuentro muy sexy. No lo recordaba en mi mujer. No obstante, trato de hacer lo mismo que cuando nos conocimos. No dejarme guiar por las apariencias:

– Ohayō gozaimazu.

– Ohayō gozaimazu. ÁCaramba, quŽ cambio! Me ha costado reconocerte.

– Pues ponte gafas o vete a un oculista.

Me lo tem’aÉ Tal cual la conoc’. Y espero que Žste sea uno de sus d’as buenos porque si noÉ El d’a se me va a hacer eterno:

– ÁQuŽ hombre m‡s desastre! ÀEsperabas un coche? Pues esto no es un servicio de taxi. Anda, ten mi casco y sube. Y cuidado donde pones las manos. Que conste que lo hago porque no tengo ganas de ir tan lejos yo sola. Ser’a muy aburrido.

– Onegai shimasu, espera un momento. ÀNo crees que primero deber’amos decidir d—nde vamos?

– ÀC—mo que Ôdeber’amosÕ?

– Como bien has dicho, Žste no es un servicio de taxi. Algo tendr‡s que decir, Àno?

Ayukawa lanza el cigarrillo al suelo y lo pisa con rabia. Creo que me he pasado de osado utilizando ese tono de voz. M‡s vale que lo modere si no quiero que me marque la cara. Se mete la mano en uno de los bolsillos de su chaqueta de cuero:

– Cara, los monumentos que hay en la ciudad. Cruz, los que hay en las afueras.

Sale cara. Monto en el asiento de atr‡s de la moto y me coloco el casco. Busco un lugar donde agarrarme, pero Ayukawa vuelve a recordarme como es:

– He dicho que cuidado donde pones las manos.

El tr‡fico de la ciudad es el propio de las grandes urbes, aunque no tiene ni punto de comparaci—n con el de Tōkyō. Primero nos dirigimos a la Casa Vicen, en pleno distrito de Gracia. Ya de por s’ llama la atenci—n por su decoraci—n viva y colorista. Su interior es aœn m‡s espectacular: el trabajo en las paredes y los techos resulta deslumbrante. Incluso, una de las estancias parece sacada de alguno de los cuentos de Las mil y una noches. Mi Canon trabaja a destajo para conseguir buenas instant‡neas. Tan concentrado estoy que no reparo en el hecho de que Ayukawa no me ha dirigido la palabra desde que salimos. Desde all’ nos desplazamos a la Finca GŸell, en Sarri‡. Destaca m‡s su exterior que no sus interiores. La riqueza de las formas no deja de sorprenderme. La labor tan minuciosa de segœn quŽ partes. Casi sin darme cuenta, ya he agotado la primera tarjeta de memoria.

Al entrar en Bellesguard, al pie del Tibidabo, me quedo pasmado. Es una especie de porci—n de la Sagrada Familia convertida en mansi—n. Las murallas que la rodean me trasladan a la Edad Media europea. El jard’n y la construcci—n parecen un todo. El interior me sorprende todav’a m‡s: una tarea artesana impresionante en la puerta de hierro forjada, las l‡mparas colgantes y las cristaleras coloristas, las b—vedas trabajadas de las m‡s diversas formas. A pesar de ser un lugar profano, los rastros religiosos se encuentran diseminados en varias partes del conjunto. Por una vez, desv’o la mirada del objetivo y la centro en Ayukawa. Para ir como va vestida, demuestra tener sensibilidad por el arte: su rostro esta maravillado ante lo que est‡ contemplando. A pesar de parecer una delincuente, es preciosa. No me cansar’a de contemplarla. Cuando se da cuenta de que la estoy observando, gira la faz con un aire entre enfadado y avergonzado.

Finalmente, llegamos al colegio de Las Teresianas. All’ es donde soy yo quien pasa vergŸenza. Las ropas de mi acompa–ante desentonan terriblemente, y la gente no deja de mirarnos. Casi olvidaba que es una escuela religiosa, y que segœn quŽ indumentarias no son bienvenidas. Adem‡s, no se quita las gafas de sol y no suelta el pitillo de sus labios ni en broma. No pasa mucho tiempo antes de que una monja nos llame la atenci—n. Me disculpo ante ella explic‡ndole que he venido a hacer un reportaje sobre la obra de Gaud’, y que ella es quien me gu’a. Las formas se ajustan al lugar: sobrias, sencillas. S—lo destaca la labor de herrer’a de las rejas, en puertas y ventanas. Tan deprisa ha pasado el d’a que, antes de darme cuenta, dan las cinco de la tarde. Las palabras ÔHasta ma–anaÕ y ÔC—mprate un cascoÕ son las œnicas que he escuchado nuevas de su boca desde que nos jugamos la ruta a cara o cruz.

Al llegar al hotel, me encierro en mi cuarto. Trato de no pensar en lo que he tenido que aguantar durante toda la jornada. Selecciono con el m‡ximo cuidado las fotograf’as m‡s indicadas, y paso las notas e impresiones escritas a mi ordenador. Al cabo de un rato, llegan mi padre y mis hijos. Han disfrutado del d’a visitando el estadio del F.C. Barcelona y el museo, que estaban muy cerca del hotel. Y como no pod’a ser de otra forma, Akemi no quer’a marcharse de la ciudad sin una camiseta de su ’dolo del c—mic, ōzora Tsubasa. Para evitar peleas, mi padre se ha tenido que rascar el bolsillo a fondo. Un detalle me inquieta: Izumi hab’a llegado con una sonrisa de oreja a oreja. Y, de golpe, al verme, se le ha borrado y se ha tornado en un gesto casi de odio. S—lo me faltaba ya eso.

Una vez hemos cenado y acostado a los ni–os, mi padre y yo realizamos una segunda selecci—n de instant‡neas. Me pregunta c—mo ha ido todo. Le soy franco: podr’a haber sido mejor. A continuaci—n, se centra en Izumi. Me insinœa que deber’a prestarle m‡s atenci—n. Mi respuesta se centra en los tres problemas que tengo ahora mismo por orden de prioridad: el reportaje, mi mujer, y esa chica. Al referirme a ella, mi padre tensa aœn m‡s el rostro. A Žl s’ podr’a explic‡rselo todo. Sin embargo, aœn carezco de todas las respuestas. Le digo que no es lo que parece. A–ado que guarda estrecha relaci—n con los poderes de la familia. Tengo la sensaci—n de que ha sucedido algo con mi pasado. Y necesito saber exactamente quŽ.

Al d’a siguiente, mientras espero la llegada de Ayukawa, reflexiono sobre lo acontecido el d’a anterior. ÀQuŽ esperabas, Kyōsuke? ÀQuŽ todo fuera m‡s f‡cil que cuando os encontrasteis por segunda vez? Como bien te dijo tu hermana Manami, parece mentira que no conozcas a tu propia mujerÉ Soltera o casada. Al llegar con la moto, me recuerda lo olvidado. No hay ni un simple saludo:

– ÀQue las palabras Ôc—mprate un cascoÕ no las entendiste?

– ÁKyaah! Lo sientoÉ Con el tema del reportaje, ayer se me olvid—. No pasa nada, quŽdate con el tuyo puesto. Ya me las apa–arŽ.

En efecto: es incre’ble que sea incapaz de saber c—mo se las gasta. Lo œnico que ha cambiado de su vestimenta es que no lleva gafas de sol. Y un bolso a juego que lleva colgado de la espalda. Todo lo dem‡s, se mantiene: la estampa de macarra, la frialdad, las dificultades, el cigarrillo que no suelta de su bocaÉ Y la brusquedad. Cuando monto en la moto, tambiŽn me olvido las reglas del juego. El impacto contundente de su codo contra mis costillas me las recuerda:

– ÀQuŽ te dije de las manos?

El camino hasta el Palacio GŸell, en el distrito de la Ciudad Vieja, transcurre sin incidentesÉ Y sin cruzar ni media palabra. Dejamos su Chopper cerca de la Estaci—n Mar’tima, en el puerto. El interior del monumento mantiene el silencio: las columnas pulidas o forjadas con acrobacias de hierro, la labor de los techos con filigranas de madera, las b—vedas iluminadas con claraboyas o ventanales, las cristaleras con im‡genes diversas, las l‡mparas de pared trabajadas en metal con la m‡xima maestr’aÉ Esta vez, observo su rostro a travŽs de un espejo. Est‡ aœn m‡s maravillada que ayer. No sŽ si menos que ma–ana.

Al salir a la calle, acontece algo de lo que ya me hab’an avisado, y que puedes encontrar en cualquier lugar: un ladr—n tira del bolso de Ayukawa e intenta echar a correr. Mala idea. Antes de que se quiera dar cuenta, lo agarra del brazo y se lo retuerce. El tipo intenta revolverse, pero cuando se trata de ella (y de esta ÔellaÕ en particular) mejor estarse quieto. El pu–etazo que le propina en el rostro lo deja noqueado en el suelo. Me arrastra y nos escondemos en un recodo estrecho, pegados el uno a la otra:

– ÀA quŽ ha venido eso?

– No tengo ganas de meterte en mis l’osÉ ÁY no te tomes esas confianzas conmigo!

Pasado un rato de espera, salimos. Ha sido agradable. A pesar de su aspecto temible, el olor de su cuerpo aœn me resulta celestial y muy sexy. Decidimos adentrarnos en la zona del Raval para esquivar las calles principales. Deduzco que quiere evitar el encuentro con alguien. Pero no sŽ con quien. Al tomarme del brazo y mirar hacia el frente, me quedo desconcertado. ÀPor quŽ, tras tanta frialdad, me ofrece un gesto tan ’ntimo? No tengo tiempo de averiguarlo. Cuando llegamos a una plaza, algunas de las chicas que hay all’ la increpan. Dicen que no es su territorio y que les est‡ robando clientes. Va a revolverse y a contestar, pero la retengo del brazo. Nos miramos: no merece la pena buscarse m‡s problemas. Sin embargo, Žstos no nos abandonan. La polic’a ha montado una redada y ha acordonado la zona. El rostro de Ayukawa se tensa sobremanera. Hay una mezcla de miedo y rabia contenidos. Todo su cuerpo se coloca en posici—n de combate. Y lo noto a travŽs de la musculatura de su brazo:

– QuŽdate quieta. Ni se te ocurra dar un paso.

– ÀQuiŽn te crees que eres para decirme quŽ tengo que hacer?

– No estamos en Jap—n. No siempre hay que utilizar los pu–os. Con un poco de suerte, nos podremos hacer pasar por turistas despistados y evitar preguntas innecesarias.

Cierto. Ense–amos los pasaportes a los agentes y se disculpan ante nosotros. Medio en espa–ol y en el escaso inglŽs que pueden entender, les comentamos que nos hemos perdido. Nos dicen que sigamos recto, hasta la avenida del Paralelo. El poco que sŽ me lo ense–— Madoka, que lo habla de forma bastante correcta, a lo largo de nuestras visitas a Shūichi y Yukari a Los çngeles. Y es que, en segœn que lugares de aquella ciudad, te saca de m‡s de un apuro. Por el camino, Ayukawa me pregunta por el incidente:

– ÀPor quŽ nos han pedido la documentaci—n?

– Porque se habr‡n pensado que no la ten’amos en regla.

– À?

– Mejor no te lo explico. Te ofender’a mucho. Adem‡s, se han cre’do que tœ eras una prostituta y yo tu clienteÉ O tu ÔprotectorÕ.

Esas œltimas palabras la enfadan sobremanera, y me retira el brazo con violencia. Para acabarlo de rematar, tropiezo con una baldosa y caigo de espaldas, a pesar de agarrarme a su cuerpo. Se queda encima de m’, con sus labios a escasos cent’metros de los m’os. La sonrisa me sale cara. Antes de que quiera darme cuenta, recuerdo el dolor lejano de las bofetadas de mi mujer. Pega tan fuerte que mi cabeza golpea contra el suelo y, por unos momentos, quedo inconsciente. Al abrir de nuevo los ojos, veo como Ayukawa me acaricia la mano. Tras mi nuca, sostiene un pa–uelo. Supongo que para contener la sangre:

– Gomen Nasai. No te muevas. Ya han avisado una ambulancia. No quer’a hacerte da–o peroÉ Es que muchos tipos han tratado de aprovecharse de m’ a la que han podido.

– No te preocupesÉ Gracias a ti he recordado lo suave que algunas veces resulta una persona que conozco.

Por primera vez desde que nos encontramos, se r’e. Nunca antes la hab’a visto as’. M‡s bien, hac’a tiempo que no contemplaba esa expresi—n de felicidad. Ni en su rostro, ni en el de Madoka. Mientras los sanitarios me dan puntos de sutura en la herida, sigo pregunt‡ndome si todo esto es un sue–o. No tiene ni pies ni cabeza ni sentido. Mientras no pueda romper la barrera de hielo que la rodea, no encontrarŽ pistas que me expliquen quŽ est‡ pasando. De camino hacia el puerto, un detalle me llama la atenci—n: una rŽplica de Moulin Rouge de Par’sÉ S—lo que clausurada. Decido tratar de picar el muro gŽlido que nos separa con una pregunta:

– ÀEra a la polic’a a la que quer’as evitar?

– ÀQuŽ te hace pensar eso?

– Tu reacci—nÉ Estabas especialmente tensa y agresiva.

– He tenido problemas con ellos. De hecho, no me caen nada simp‡ticos, sean los de aqu’ o los de TōkyōÉ De todas formas, Domō. Sin ti a mi lado, no sŽ como hubiera acabado la cosa.

Vuelve a tomarme del brazo y se hace el silencio. La calidez de sus manos logra que me sienta bien. Por un momento, la observo con atenci—n: las maneras, la vestimenta, la actitud, el hecho de que sea tambiŽn de TōkyōÉ

Sus palabras. No puede ser. ƒsas s—lo se las he escuchado a una persona. ÁA la Ayukawa del mundo paralelo!

Fue cuando Ojīchan me envi— junto a Madoka al pasado. Por accidente, rodŽ escaleras abajo y saltŽ a una dimensi—n en la que no exist’a. Recuerdo que fue en el Abakabu, cuando hu’a de Hatta y Komatsu, que eran agentes de la ley. Podr’a ser ella peroÉ S—lo quienes tienen poderes pueden saltar en el tiempoÉ O ser enviados. Entonces, Àc—mo ha llegado hasta aqu’?

Esa pregunta me roba el sue–o durante una parte de la noche. Doy vueltas y vueltas en la cama y en mi mente. Y lo que es peor, Ojīchan ya no est‡ para que me responda a algo que supera mis conocimientos sobre los poderes. Justo cuando voy a conciliarlo, recibo una llamada de recepci—n. Me dicen que es de Jap—n y es urgente. Es mi jefe, Yagami. Le pregunto quŽ hora es en Tōkyō: las nueve de la ma–ana. Le recuerdo que hay siete horas menos de diferencia para hacerle entender que estaba intentando dormir. Por desgracia, ha empezado el d’a con mal pie y eso le importa un rāmen: en un tono de voz que roza el enfado supremo, me pide explicaciones sobre mi retraso en la entrega del reportaje. Por si no ten’a suficientes problemas. Para demostrarle que todo est‡ en marcha, me veo obligado a levantarme de la cama, encender el ordenador, concretar el cable de red y enviarle, v’a e-mail, una selecci—n de las fotos a publicar. Todo sea para que me deje tranquilo de una vez. La medida surte efecto: media hora despuŽs, puedo regresar a dormir.

El nuevo d’a es, precisamente, eso: nuevo. La vestimenta de Ayukawa ha experimentado un cambio bastante notorio: esta vez lleva un conjunto de falda y blusa negra con cuello amplio y circular, un cintur—n marr—n oscuro y zapatos color vino. Tampoco lleva gafas de sol. Lo œnico que mantiene es el pitillo. Pero esta vez, se lo retira de los labios y me saluda en el idioma de la zona:

– Buenos d’as.

– Buenos d’as.

– Hoy no dices nada de mi indumentaria.

– Si te dijera que no me he tra’do las gafas ni he ido al oculista, no sŽ si te enfadar’as – Se r’e hasta rozar la carcajada –. Kyaaah!... Ya se me ha vuelto a olvidar el casco.

– Tranquilo, no pasa nada. Ten, ponte el m’o.

DefinitivamenteÉ Hoy es un d’a distinto. Discretamente, puedo acariciar con mis manos su espalda sin que mis costillas corran peligro. Visitamos las que, acaso, son las creaciones m‡s conocidas de Gaud’. Primero Can Milˆ, conocida como La Pedrera y Can Batll—, ambas en el cŽntrico paseo de Gracia. DespuŽs, Can Calvet, en la calle Caspe. Todo es una ampliaci—n y correcci—n de lo contemplado en los dos d’as anteriores: m‡s maravilloso, m‡s trabajado, m‡s sensacional, m‡s novedoso, m‡s deslumbrante, m‡s sugerente, m‡s original. Mi c‡mara no da abasto y las tarjetas de memoria se llenan con facilidad asombrosa. Finalmente, llegamos a la ÔvisitaÕ con mayœsculas: la Sagrada Familia, en el cuadrado que conforman las calles Mallorca, Cerde–a, Provenza y Marina. La obra que dej— inacabada y que algunas lenguas venenosas de la ciudad dicen que jam‡s se concluir‡ porque no interesa.

Antes de aparcar la moto, tengo que volver a intervenir. Al no llevar casco, un agente va a multar a Ayukawa. No sab’a que la polic’a de la ciudad fuera tan estricta en ese tema. Y yo que me quejaba de las autoridades de mi pa’s. Para evitar que vuelva a ponerse en tensi—n, me presto a pagar la sanci—n. Es culpa m’a. A pesar del gent’o, me pongo manos a la obra: me centro primero en la Fachada del Nacimiento. Las estatuas, las escenas narradas, los campanarios, las agujas de las naves laterales... La grandeza y las impresiones que transmite el conjunto. Es sensacional. Ahora entiendo por quŽ hay tanta gente congregada. No tardo demasiado en cambiar otra vez la tarjeta a mi Canon. Hay tantas cosas que retratar. Y tan pocas para elegir. La expresi—n de quien me acompa–a es un continuo abrir de boca al contemplar semejante maravilla. Ojal‡ tuviera en mis manos aquella Polaroid que pod’a retratar los pensamientos de las personas.

Por un momento, aparta su mirada del conjunto y me sonr’e, mientras clava sus pupilas color esmeralda en las m’as. Tal vez no me har’a falta. De hecho, Ayukawa me pide que le saque una foto con el templo de fondo. Afortunadamente, un lugare–o que pasa por all’, se ofrece a retratarnos a los dos. Esa instant‡nea va a ser vital.

Desistimos de subir al puente que hay entre las dos torres de la Fachada de la Pasi—n al ver la cola kilomŽtrica formada. Finalmente, decidimos sentarnos en los bancos de uno de los dos parques que se sitœan frente a cada p—rtico. Le ofrezco un cafŽ para deshacer todav’a m‡s la distancia que nos separa:

– ÀPor quŽ me has sonre’do cuando est‡bamos en la Fachada del Nacimiento?

– No lo sŽÉ Tal vez porque las estatuas eran maravillosas. Tal vez porque la obra me estaba diciendo algo que mi mente no puede traducir ahora mismo.

Es la primera vez que enciende un cigarrillo desde que nos hemos encontrado esta ma–ana. Tengo miedo de que vuelva a congelarlo todo. Sin embargo, el sentido del gesto cambia con las siguientes palabras:

– SabesÉ Algœn d’a me gustar’a casarme y tener hijos.

– Entonces, tal vez deber’as ir pensado en dejar el tabaco. Ya sŽ que no soy nadie para decirte quŽ tienes hacerÉ

Mi cuerpo experimenta un miedo recuperado: el de ganarse un guantazo en plena cara por semejante osad’a. Sin embargo, hoy es un d’a distinto:

– S’, tienes raz—nÉ DŽjalo, es s—lo un sue–o. O tal vez, un milagro.

– ÀPor quŽ lo dices?

– Cuando era peque–a, un chico me salv— la vida. Estuve punto de partirme el cuello por tratar de rescatar un bal—n. Acababa de instalarme en Jap—n, tras pasar unos a–os viviendo con mi familia en Estados Unidos. Un tiempo despuŽs, sufr’ un accidente en el que murieron mis padres y mi hermana mayor. Estuve una larga temporada en coma, a punto de reunirme con ellos. Desde entonces, mis abuelos me criaron hasta que fallecieron y me quedŽ sola. Mi œnica amiga ha sido una chica que se llama Hikaru. Ella tiene un novio, Yūsaku, que tambiŽn es amigo m’o desde peque–o. Yo s—lo estaba enamorada de una persona a la que hab’a visto una sola vez y a la que ni tan siquiera tuve tiempo de agradecŽrselo.

– ÀFue quien te regal— el sombrero de paja rojo que cog’ en el Parque GŸell?

– S’.

Su cr—nica me est‡ asustando. No por el contenido, de sobras conocido para mi. Sino por lo que representa:

– Prometimos volvernos a ver, en unos a–os, en el lugar en el que nos conocimos. Pas— el tiempo. EmpecŽ a trabajar en un kissaten llamado Abakabu. Las cosas se pusieron feas donde vivo. Tuve que espabilarme para evitar mezclarme en las luchas de las bandas. O que trataran de reclutarme. Fue imposible. Sin embargo, esa persona volvi— a aparecer. Y consigui— que no me violaran y mataran. Me promet’ huir de todo aquello. No pod’a ser que alguien as’ me ayudara a escapar de la muerte dos veces. Y la œnica forma que ten’a era encontrarlo.

– Esa es la verdadera raz—n por la que has venido aqu’, Àno?

– S’, pero no ha sido f‡cil. Al principio, lo busquŽ a lo largo del pa’s. Aunque no ten’a ninguna foto de Žl, el rostro de quien te ha salvado la vida se queda grabado en tu mente. Hasta ese momento, los polis me miraban con mala cara. Siempre era una sospechosa a la que parar, cachear e interrogar. Por eso les tengo tan poca simpat’aÉ Pero, un d’a, eso dej— de suceder. Fue cuando crucŽ las curvas de Okutama. De golpe, tras pasar por un tœnel, todo hab’a cambiado: las motos, los edificios, los coches, la genteÉ Incluso los agentes, que por primera en mucho tiempo me dejaron en paz. A partir de entonces, empecŽ a encontrar datos sobre mi primer amor. Te resultar‡ incre’ble, pero mi historia es muy parecida a la de un Manga que le’ tiempo atr‡s. ÀEntiendes ahora lo que significa la palabra ÔmilagroÕ?

– Y no sabes c—mo se llama.

– Por desgracia, no.

Miente. S’ lo sabe. Pregunt— por m’ en la redacci—n del peri—dico en Tōkyō. Ya no me quedan dudas.

Esta chica se llama Ayukawa Madoka. Como mi esposa. Y el primer amor al que se refiere es, sin lugar a equ’vocos, Kasuga Kyōsuke. O sea, yo.

Atendiendo a su narraci—n, deduzco que ha saltado en el tiempo. El c—mo, no lo sŽ. Y eso es lo que realmente me da miedo. M‡s todav’a lo que va a acontecer, algo que aœn no he logrado evaluar. La diferencia est‡ en su vida: ha sido todav’a m‡s triste que la de mi mujer. Lo que me pregunto es por quŽ no quiere identificarme ella misma de una vez. Acaso porque no acaba de creer que quien tiene a su lado es la persona que m‡s ha querido en su vida. Acaso por el miedo a la explicaci—n sobrenatural que le tendr’a que dar, a aquello que todav’a es incapaz de entender. Casi olvidaba que Žse es su flanco m‡s dŽbil:

– Necesito un trago.

– Te invito. Antes que se me olvide, una pregunta: Àen quŽ hotel te alojas?

– En uno que se llama Million Stars.

– No lo conozco.

– DŽjalo.

Bien dejado est‡. Como lamentablemente espero, Ayukawa no para de beber y fumar. Ya no recordaba que es la reacci—n que sol’a tener cuando era incapaz de entender algo que la superaba. Y m‡s de una vez estuvo a punto de salirle caro. Todav’a recuerdo el l’o que organiz— mi prima Akane y sus consecuencias. Seguro que tambiŽn lo recordaran los due–os de la discoteca Moebius. Podr’a evitar que se emborrachara, pero no quiero que otra vez se ponga brusca y violenta. S—lo espero a que caiga rendida por el alcohol. Es la œnica forma de volverla d—cil y poder actuar sin oposici—n. Podr’a aprovecharme, pero aœn me queda algo de honestidad. Pago la cuenta y busco en su bolso una tarjeta que me indique donde se aloja. La direcci—n corresponde a un cuchitril ubicado en la peor zona de la ciudad vieja. No obstante, su habitaci—n guarda el orden perfeccionista que siempre he conocido en Madoka. Viendo la estancia, y aœn teniendo a su rŽplica joven, la echo terriblemente de menos. Llam— a un taxi para que recoja su equipaje y la conduzca a mi hotel. Ya que el jefe Yagami me est‡ tocando las narices, que corresponda pagando una habitaci—n extra. Me llevo la Harley y su casco. No quiero otra multa.

Para evitar m‡s l’os o malos entendidos, la alojo en una individual que hay en la misma planta. La dejo en la cama, junto a sus cosas. Acerco mi rostro a su cuerpo. Vestida o desnuda, sin importar el pasar de los a–os, es el ser m‡s hermoso que mis ojos han contemplado en la vida. Los remordimientos por haber permitido que se emborrachara, se mezclan con la tentaci—n de aprovecharme de ella. A fin de cuentas, es mi mujer. Sin embargo, acabo por darle un beso en la frente. M‡s que para perdonarla, para pedir perd—n por lo que he dejado que hiciera. Antes de marcharme, deposito una nota disculp‡ndome por las libertades que me he tomado, y cit‡ndola para ma–ana por la ma–ana, despuŽs del desayuno. Tras esto, me sumerjo en la vor‡gine de la selecci—n de fotos. Va a estar especialmente dif’cil por la cantidad y calidad de las mismas. DespuŽs, llamo a mi padre para que me ayude, y juego un poco con los ni–os. A los pobres los tengo casi olvidados. Kenji y Akemi est‡n receptivos. Por desgracia, Izumi se mantiene al margen, callado, ausente. Al final, agotado por el trabajo y las emociones vividas, estallo y s—lo acierto a decir estas palabras: ÒÁQuiero mucho a okāsan! ÁPero no sŽ por quŽ se ha ido!Ó. Mi hijo huye de mi habitaci—n hacia la suya. Mi padre guarda silencio y se marcha tras Žl. No quiere coment‡rmelo, pero sabe que una especie de tsunami interior me est‡ desbordando.

A la ma–ana siguiente, hablo con quien lleva las relaciones pœblicas del hotel. Le inquiero por un lugar cercano en el que vendan material para motos. Casi olvidaba que necesitamos un casco. Finalmente, me decanto por uno rojo y blanco, con frontal abatible y un lazo rojo dibujado en la parte trasera. Concluido el desayuno, nos encontramos en la recepci—n. Lleva una mochila roja a la espalda. Viste aœn mejor que ayer: una blusa roja muy suave, una falda azul oscura, y los zapatos. En el pelo lleva una cinta, tambiŽn roja. Sus facciones me siguen deslumbrando:

– DomōÉ Por invitarme. Pero no deber’as haberlo hecho.

– Ten’a que compensarte de alguna manera el mal rato pasadoÉ Y el haberme acompa–ado estos d’as. Por cierto, esto es para ti.

Le hago entrega del casco. Lo he calculado bien, aunque no era dif’cil, teniendo en cuenta que a Ayukawa la conozco mejor de lo que ella cree. Tan maravillado estoy con su presencia que casi no aprecio algo inquietante. Escondido en un recodo, mi hijo Izumi no deja de observarnos. Sigue sin entenderlo. Y lo que es peor: no sŽ si llegarŽ a tiempo para encontrar todas las claves y explic‡rselo. Por lo pronto ya llevo la mitad del camino. La resaca que arrastra Ayukawa de su borrachera me obliga a conducir su Harley. No tiene nada que ver con mi Vespa. Desde atr‡s, ella me abraza con fuerza y me indica el camino a seguir. Primero nos dirigimos a la Colonia GŸell, en Santa Coloma de Cervell—. Me centro en su iglesia, un peque–o templo que, en las formas, anticipa la Sagrada Familia. Las b—vedas, las puertas forjadas, los arcos levantados en ladrillo, las columnas desnudas y sencillasÉ No podemos dejar de maravillarnos. Tanto, que casi sin darme cuenta, nuestras manos se entrelazan frente al altar. A pesar de la vergŸenza, no las soltamos. Ambos nos sentimos bien con ese gesto.

Pasado un rato, marchamos hacia las Bodegas que la familia a la que Gaud’ estuvo estrechamente vinculado tiene en el Garraf, cerca de Sitges. La carretera me recuerda mucho a las curvas de la zona de Okutama. Me impresionan los precipicios que hay junto al mar. El azul del horizonte iluminado por el sol. El conjunto est‡ labrado en piedra y muestra unas formas realmente originales. Las agujas verticales que se levantan hacia al cielo me sorprenden. Casi sin darnos cuenta, hemos llegado a la œltima estaci—n de mi trabajo. Ayukawa me toma del brazo y me pide que la acompa–e. Nos sentamos en la arena de una playa pr—xima, ubicada en una de las calas que hay en la zona. A continuaci—n, saca dos bentō de su mochila:

– Siento haberme tomado la libertad, pero ten’a ganas de cocinar. Les he pedido a los de la cocina del hotel que, por favor, me la prestaran un momento. A condici—n de que supervisaran mis pasos. Son gente muy agradable.

– ÀQuŽ es?

– Curry.

Casi olvidaba lo buena que es prepar‡ndolo. Mi suegro es muy exigente en ese respecto. Aunque yo no lo soy tanto, me rindo a la evidencia. Incluso echo de menos las comidas de mi esposa:

– ÀC—mo est‡?

– Delicioso. Digno de una profesional.

– BuenoÉ Entonces se nota que he trabajado en la cocina de varios restaurantes. La receta era de okāsan, pero fue obāchan quien me ense–—.

La comida transcurre entre anŽcdotas y bromas. Cae la tarde. Siento como si no hubiera pasado el tiempo. Como si volviera a estar en mi Žpoca de gakuen junto a la persona que conoc’. Las mismas emociones. La misma proximidad que anta–oÉ Las mismas dudas. Ahora no es entre Hikaru y Madoka. Casi me olvido de que estoy casado y que ella ya no es as’. ÀAcaso porque mi actitud la ha hecho cambiar? El miedo a enamorarme de esta Ayukawa que me recuerda tanto a mi adolescencia consigue que vuelva a centrarme en mi objetivo. Averiguar c—mo ha ido a parar aqu’:

– ÀTe pasa algo?

– NoÉ Acaso, tengo la sensaci—n de estar despertando de un largo coma.

Se hace el silencio. Solo la mœsica de las olas del mar lo rompe. No se por quŽ, pero lo que he dicho ha logrado herirla. La brisa que sopla a esta hora hace que se plegue de brazos. O, tal vez, los escalofr’os de alguna de las palabras que he pronunciado. Decido taparla con mi chaqueta:

– ÀTienes fr’o?

– NoÉ Es m‡s bien, lo que acabas de decir.

– ÀEs que la palabra ÔcomaÕ te recuerdaÉ?

– S’É Algo muy extra–o que me pas— cuando estaba en ese estado. Fue una sensaci—n casi sobrenatural. Una luz blanca muy potente me sac— de mi letargo. A la vez, un hurac‡n de poder desconocido succion— mi alma hacia esa claridad cegadora. Sent’ pavor, pero a la vez, alivio. Como si me hubiera quitado un peso, enorme e inc—modo, de encima. CerrŽ los ojos. Pensaba que todo hab’a acabado. Sin embargo, otra fuerza aœn m‡s poderosa me empuj— hacia atr‡s. Cuando quise darme cuenta, hab’a vuelto a mi cuerpo. Y, lentamente, mis ojos se abrieron. A quienes vi primero fueron a mis abuelos. Todav’a no era consciente de la muerte de mis padres y mi hermanaÉ Hasta que me dijeron que se hab’an marchado y no volver’an. A pesar de ser una ni–a, supe de inmediatoÉ Que hab’an fallecido.

Es la primera vez que la veo llorar as’: sin dramatismo, sin exageraci—n, conteniendo al m‡ximo las l‡grimas. Me pregunto hasta d—nde habr‡ podido soportar tanto dolor. Tanta soledad. Por instinto, la rodeo con mis brazos y le acaricio sus cabellos. Nos quedamos mir‡ndonos a los ojos. Ya no me infunde miedo, sino que me suscita piedad... La que deber’a tener con mi mujer por lo que est‡ sufriendo. Por mi culpa. Nuestros labios van a encontrarse. Sin embargo, mi dedo se interpone entre ambos. Decido besarle en la frente y permanecemos largo rato abrazados. Ambos padecemos la soledad de haber perdido a alguien muy querido. Ella, a su familia. Yo, a mi mujer. Lo que nos diferencia es que, en su caso, tal vez no pueda recuperarla jam‡s. En el m’o, a lo mejor existe una oportunidad remota.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Cap’tulo 6: El reencuentro (El’geme)

 

 

La tentaci—n ha sido muy fuerte. Echo tanto de menos a mi esposa que he estado a punto de acostarme con Ayukawa. La ocasi—n era propicia. IdŽntica a la que viv’ junto a Anzai Shuri, la compa–era de Hikaru, cuando la busc‡bamos en un hotel de MŽxico. Sin embargo, me ha salvado algo que ambas han valorado de m’ desde que nos conocemos: mi formalidad. Aunque hubiera recordado sensaciones y noches perdidas en los a–os, me hubiera enga–ado a mi mismo: los momentos se suceden para no volver. Acaso haya sido suficiente estrecharla entre mis brazos.

Contemplando la luna llena, analizo el transcurrir de estos d’as. La manera en que Ayukawa, vestida de demonio, ha ido transform‡ndose y haciŽndose m‡s accesible. M‡s agradable. M‡s pr—xima. Casi un çngel. Aœn no he comprendido como he podido perderla. Ni saber c—mo va acabar todo esto. Tal vez la respuesta estŽ en aquello que ha visto en mi para fundir el hielo de su coraz—n. Al igual que mi mujer, se comunica con gestos y detalles que siempre quieren decir algo. Se ha sentido muy sola y no quiere seguir as’É

Un momento... Ahora entiendo d—nde est‡ la clave: en las sensaciones. En lo que he vuelto a vivir junto a ella. Lo que me dijo Madoka antes de presentarme ante mis suegros se traduce en palabras: ÇSŽ tœ mismo. SŽ el chico que conoc’ en el Kōryō. Aquel que no beb’a, no fumaba y siempre estaba en casa a la hora que tocabaÈ.

Junto a Ayukawa he vuelto a ser quien era: el chico formal, alegre, atento, c‡lido, tierno y esforzado, a pesar de mis dudas y torpezas, que una vez fui. Eso es lo que me ha permitido sacar lo mejor de ellaÉ

Y eso es lo que he olvidado. Lo que Madoka ya no apreciaba en m’. Lo que trataba de decirme como siempre: con gestos, con sugerencias, con intenciones. Estaba tan ciego, que me ve’a incapaz de darme cuenta de que, justamente, era Žse el mensaje que me estaba enviandoÉ Que la hab’a abandonado.

La pregunta es c—mo he llegado hasta este punto. Cuando era adolescente, el da–o que no quer’a infringirle a Hikaru fue lo que me fren— para revelarle, de forma expl’cita, mis verdaderos sentimientos. Ahora, ÀquŽ ha sido? Miro hacia la Canon digital que me regal— mi padre, sobre mi port‡tilÉ Tropiezo con el porquŽ: la gloria voraz en una trayectoria cada vez m‡s brillante. La fama de ser siempre el mejor costara lo que costara. Convertido en un dogma de obligado cumplimiento. En ese aspecto, debo matizar una cosa: siempre trato de dar lo mejor de m’ mismo para evitar mis torpezas. Estar cada vez m‡s tiempo fuera de casa, para atender reportajes que aumentaran mi reputaci—n. Izumi tiene buenas razones para estar resentido conmigo. Igual que Madoka, a pesar de que ella tambiŽn pasa temporadas fuera. Sin embargo, dosifica mucho mejor sus ausencias. Ahora entiendo sus sœplicas. Me perdon— lo que sucedi— en Bosnia cuando desaparec’. Pero no la desatenci—n hacia ella y nuestros hijos. Desconozco si ser‡ demasiado tarde.

Todo esto es lo que ha ahogado lo que sent’a por mi esposa. Lo que ha encerrado en una celda de dos por cuatro no s—lo al ni–o sino, tambiŽn, al adolescente que todos llevamos dentro. Es justo lo que Ayukawa ha conseguido liberar.

Encontrar la respuesta me ayuda a conciliar el sue–o. La noche pasa deprisa. El sonido del telŽfono de mi habitaci—n hace que piense que ya es hora de levantarse. Sin embargo, al descolgarlo, me equivoco. Desde la recepci—n me comunican que hay una llamada desde Nueva York. Es urgente. Pido que me la pasen. Aunque dudo de la posibilidad, Žsta se convierte en realidad:

– Kasuga-sempai, ÀC—mo est‡s?

– Bien, pero echo mucho de menos a Madoka-san. ÀC—mo est‡?

– ƒsa es la raz—n por la que te llamo.

– ÀC—mo has conseguido el nœmero del hotel?

– Primero llamŽ a tu casa, pero no hab’a nadie. Luego, se me ocurri— que, tal vez, lo tuviera su hermana mayor o sus padres. Al final, me lo dieron ellos. ÀPor quŽ no me has dicho que estabas en Barcelona?

– Gomen nasai, Hikaru-chan. No me acordŽ. Ya sŽ que no lo est‡s pasando nada bien, pero yo tampoco ando mucho mejor. PensŽ que el trabajo me ayudar’a a olvidarme un poco de todo estoÉ Por desgracia, no es as’. Noto demasiado su ausencia.

– No te lo puedes ni imaginar. Te llamo desde la calleÉ Y aqu’, a la una de la ma–ana, no es el mejor momento para hacerlo. La verdad es que no quiero que se repita lo que sucedi— la otra vez. ÀQuŽ hora es all’?

Miro el reloj: – Las siete. Me acabo de despertarÉ Te noto muy asustada.

– ÁÀCu‡ndo va a acabar esto Kasuga-sempai?!... Ya no sŽ cuanto tiempo m‡s voy a poder aguantarlo... Madoka-san estuvo hace unos d’as ingresada en el hospital por un coma et’lico.

– ÁÀQuŽ?! ÁÀC—mo es posible?!

– ÁMaldita sea! ÁÀQuŽ esperabas?!... Apenas come y no para de beber. No parece ni ella. Ahora s’ estoy segura de que ha pasado algo entre vosotros. Y tienes que decirme quŽ.

– ÀQuŽ te hace pensar eso?

– ÁÁKasuga Kyōsuke-san, por favor, que ya no soy una ni–a!!... Me dijo que no quer’a volver a verte nunca m‡sÉ Y me amenaz— diciŽndome que, como se me ocurriera hablar otra vez contigo, me retirar’a la palabra para siempre. Por eso te estoy llamando desde una cabina en la calle.

Ha llegado la hora de la verdad. La de ser sincero. Creo que necesita una buena explicaci—n. Ya le hemos hecho suficiente da–o. Ella tambiŽn merece algo bueno. Suerte que la acabo de encontrarÉ Pero antes:

– Entonces, sabiendo como es, Àpor quŽ no le has hecho caso?

– Hace un par de noches se despert— en plena madrugada. Yo estaba en la sala de estar, trasnochando. Me suplic— ayuda de rodillas. Me doli— mucho que mi onēsan hiciera eso. Estaba destrozada. Lloraba a l‡grima viva. Me implor— perd—n por lo que pas— aquel verano y por haberme robado mi tesoroÉ Yo le dije que no hac’a falta: de la misma manera que dos no se pelean si uno no quiere, dos seres no se aman si uno no corresponde al otro. Est‡ a punto de perder la raz—n. Y eso s’ que no lo puedo consentir.

Se hace el silencio. Es la gota que ha colmado el vaso. Y hay que vaciarlo:

– Todo es culpa m’aÉ Manami-chan ten’a raz—n. Ella me ha abandonado, pero yo lo hice mucho antes, sin marcharme del todo. Estaba tan absorto en mi trabajo que no me di cuenta. Y ahora no sŽ si llegarŽ a tiempo para poder arreglarlo.

É ÀO tal vez s’? A pesar de ser primera hora de la ma–ana, mi mente encuentra las fuerzas suficientes para buscar una idea:

– Kasuga-sempai, Àme escuchas?

– S’, sumimasenÉ Vamos a hacer una cosa. Ahora mismo no puedo ir porque quiero acabar el reportaje. Adem‡s, tal cual est‡n las cosas, si lo hago lo œnico que conseguirŽ ser‡ empeorarlas. As’ que presta atenci—n. Lo que hay que lograr es que se calme. Que se sienta a gusto, como en casa, junto a las cosas que sŽ que la hacen disfrutar.

– Como, Àpor ejemplo?

– Hacer ejercicio, escribir, componer, tocar el piano y el saxof—nÉ Pero ni media palabra de que esto ha sido idea m’a. Gomen, pero es lo œnico que se me ocurre por ahora.

– No te preocupes. Cerca de casa hay un gimnasio, y no creo que Madoka-san haya descuidado sus habilidades. En lo referente a lo de escribir y componer, ningœn problema. Adem‡s, Robert conoce a un Bar Key de un piano bar que est‡ en la Calle 14, al norte de Greenwich Village. Estoy seguro de que no pondr‡ ningœn inconveniente. Y creo que estar‡n encantados de que toque alguna noche all’.

– Conf’o en ti. Ahora que he entendido lo que ha pasado, deseo resolver esto lo antes posible. Arigatō, Hikaru-chan. Mis m‡s sinceras disculpas por todo lo que est‡s teniendo que aguantar por mi culpa.

– No te preocupes. Cu’date. Sore dewa.

– Sore dewa.

Cuelgo el telŽfono y me siento en el filo de la cama durante un rato. No son buenas noticias. Espero que aguante hasta que pueda solucionar este l’o. Pero el miedo de que la pierda para siempre no me abandona. A pesar de estar Ayukawa cerca de m’. La ducha me ayuda a olvidar la conversaci—n y me recuerda que, ahora s’, llego a la estaci—n final: la visita al museo de las motos de Basella. La traves’a se hace relativamente corta pero digna de ser disfrutada. Nunca hab’a experimentado la sensaci—n de viajar en moto acompa–ado. Tal vez debiera pensar en cambiar mi Vespa.

Nos adentramos en el edificio. Tras cruzar la puerta principal, encontramos expuestas las m‡quinas de una marca aut—ctona de la que Ayukawa hab’a o’do hablar mucho: Montesa. Las mira maravillada. No necesita articular ni una palabra. Est‡ disfrutando m‡s que una ni–a en una tienda llena de juguetes. Seguimos avanzando hacia la sala de las Hist—ricas: Norton, Harley - Davidson, BSA, Ducati, Gilera, Guzzi, Honda en sus iniciosÉ Tal es su gozo y emoci—n que me agarra el brazo con fuerza. Estoy seguro de que nunca hab’a visto nada parecido. Continuamos nuestro camino a travŽs de una exhibici—n monogr‡fica de otra casa del pa’s desconocida, hasta entonces, para quien me acompa–a: Bultaco. Cuando llegamos a la estancia donde est‡n las m‡quinas que han participado en el Paris - Dakar, llega el Žxtasis: nunca hab’a podido imaginar que aquella prueba cobrar’a tanta fama. Las Africa Twin de Honda, y, sobretodo las KTM, la dejan boquiabierta. Su ilusi—n sube un grado m‡s cuando llegamos a la zona de las Campeonas. Una de Žstas la emociona sobremanera. Aunque no haya podido visitar la sede de JJ Cobas, tiene un buen ejemplar ante sus ojos: la moto campeona del Mundo de 125 cc. Tampoco desmerecen su atenci—n otras muy curiosas para ella, como son las de trial: una Montesa, una Beta y una Gas Gas que se encuentran tambiŽn all’.

Cuando salimos, nos damos cuenta de que ya es la hora de la comida. A falta de lo habitual para nuestros est—magos, buscamos algo que se acerque a nuestra dieta. Durante la comida, no cruzamos palabra. Al contemplarla, me doy cuenta de que hoy es, seguramente, el œltimo d’a que pasamos juntos. Es entonces cuando brota la pregunta que rompe el silencio:

– ÀCu‡ndo te marchas?

– Aœn no lo sŽÉ Todav’a no he encontrado a quien buscoÉ SŽ que estoy cerca, pero no sŽ a cuanta distanciaÉ La verdad es que me gustar’a quedarme un poco m‡s, si no te importaÉ Tu compa–’a me resulta muy grata.

No me quedan dudas. Tiene miedo. Lo que hay entre ambos no es una cuesti—n f’sica, sino de reconocimiento mutuo. Ella no quiere identificarse porque sospecha que ha pasado algo. Y yo no lo deseo porque no quiero asustarla con la verdad. No s—lo la referida a los poderes, sino tambiŽn la tocante a mi estado civil y mi esposa:

– Y tœ, Àcu‡nto tiempo vas a permanecer en Barcelona? Ya has acabado el reportaje, Àno?

– No del todo. Me queda escribir la cr—nica y darle algunas pinceladas m‡s. No te preocupes, durante mi estancia puedes quedarte en el hotel. Si quieres, podemos volver juntos a Jap—n.

Es una propuesta muy osada. M‡s bajo las circunstancias que se est‡n dando. Pero es lo m’nimo que puedo hacer mientras espero a que Madoka se calme y pueda desplazarme a Nueva York. En los dos siguientes d’as, divido mis actividades. Por las ma–anas, visito junto a Ayukawa sitios no tan comunes y corrientes para los turistas, como el monasterio de Montserrat, Sitges o un lugar que deseaba conocer. Hab’a visto fotos de esa zona en un libro de arquitectura. Estaba en la secci—n ÒEjemplos de c—mo no se debe edificarÓ. Es un conjunto de bloques levantado en medio de la monta–a llamado Can Franquesa, en Santa Coloma de Gramenet, una localidad al lado de Barcelona. Verlo sobre el terreno me impresiona, al igual que las vistas que se contemplan desde all’. Me pregunto quien orquest— semejante barbaridad urban’stica. No puedo evitar la tentaci—n de retratar la zona con mi c‡mara. Por las tardes, escribo la cr—nica del reportaje y avanzo algunos fragmentos a mi jefe. A la vez, juego con mis hijos. Izumi continœa en estado de rebeld’a. Sin dirigirme la palabra. Sin hablarme. Cierto es que me lo he ganado a pulso. Pero s—lo quiero la oportunidad de compens‡rselo. Ayukawa aprovecha para pasear por la ciudad. No quiero que se entere de mi situaci—n y se asuste.

Sin embargo, al cuarto d’a, tras el desayuno, me propone una cosa diferente. Echa de menos algo propio de su edad: irse de juerga. Aunque me resulta lejano, la nostalgia me vence: acepto. Tal vez porque quiero volver a vivir momentos que se han perdido en el tiempo. Al pedir a mi padre, por enŽsima vez, que cuide de los ni–os, Žste pierde la compostura. Me abronca por desatenderlos. Ya no puedo m‡s. El —rdago que le lanzo le hace callar: ÒÁÀQuŽ har’as tœ si tu mujer apareciese ante ti surgida de la nada y con un par de dŽcadas menos?!Ó. Ayukawa me espera en la recepci—n. Viste para la ocasi—n una camiseta rosa muy clara, una falda color calabaza oscura, unas medias naranjas, unos botines negros y la chupa de cuero. Sin embargo, lo que m‡s me llama la atenci—n son los pendientes rojos que lleva. Los mismos que se le saltaron a Madoka cuando se emborrach— por culpa del l’o que organiz— mi prima Akane. No me da buenas vibraciones. Y algo que me tira de la cintura las confirma. Me giro y encuentro a mi hijo Izumi. No articula ni un solo mote. Es su mente la que me pide que no me vaya. No abro la boca. Respondo, a travŽs de mi telepat’a oxidada, que ahora no puedo explicarle lo que est‡ pasando. S—lo le pido que conf’e en m’.

Marchamos hacia un restaurante japonŽs que hay cerca de la avenida de Sarri‡. Por el camino, Ayukawa disimula. A pesar de querer demostrarme que no se ha dado cuenta, estoy seguro de que, a estas alturas, ya sabe la verdad. F’sicamente, Izumi se parece demasiado a mi. Un vistazo a mi dedo me lo confirma: no me he quitado la alianza de matrimonio durante mi estancia. La cena transcurre con cordialidad. La conversaci—n se llena con anŽcdotas referidas a mi trabajo, chistes un poco picantes, y bromas diversas. Una vez he pagado la cuenta, nos dirigimos en taxi a la zona del Puerto Ol’mpico. Destacan dos colosales torres gemelas, que albergan un hotel y un edificio de oficinas, y que rivalizan con la Sagrada Familia. No muy lejos de all’, una estatua de acero dorado que imita un pez me hace sentir como en casa: es idŽntica a una situada en Kobe.

Ayukawa me conduce a un local llamado Lt. BlueberryÕs. En principio, tengo miedo de aburrirme. Sin embargo, el eco de la mœsica me tranquiliza: est‡ sonando ÒLand Of ConfusionÓ de Genesis. No tardamos ni un minuto en ponernos a bailar cl‡sicos como ÒTake On MeÓ de A-Ha, ÒOwner Of Lonely HeartÓ de Yes, ÒDesireÓ de U2, ÒHighway To HellÓ de AC/DC, ÒBorn To RunÓ de Bruce Springsteen, ÒEasy LoverÓ de Phil Collins, ÒGet Over ItÓ de Eagles, ÒHeadlongÓ de Queen, ÒI DidnÕt Mean ItÓ de Status Quo, ÒJumpÓ de Van Halen, ÒNumber Of The BeastÓ de Iron MaidenÉ Sin contar temas de Kiss, Meat Loaf, Rolling Stones, ZZ Top, Deep Purple, Judas Priest, Poison, Europe, Bon Jovi, Bryan Adams, Guns ÔNÕ Roses... Es mejor de lo que me esperaba: como en casa como en ninguna parte.

M‡s aœn cuando Hell Catman, el pinchadiscos, apaga las luces. Casi hab’a olvidado lo que era  el Cheek Time. Y, por lo visto, Ayukawa tambiŽn. Al principio, est‡ tentada de abandonar la pista. Sin embargo, arrastrado por las emociones que han despertado, la agarro de la mano y nos abrazamos. Al tomar su cuerpo, casi tan desarrollado como el de Madoka, noto como tiembla. Abre fuego otra del Boss, ÒThe RiverÓ. Ambos nos apoyamos mutuamente la barbilla en la espalda. Ella me susurra al o’do una pregunta propia de mi mujer: ÒÀSiempre has sido as’ de formal?Ó. Me quedo sin palabras. No sŽ si es porque espera algo m‡s de m’ en esta situaci—n. M‡s todav’a cuando suenan dos canciones significativas. La una, inesperada por el tipo de mœsica que ha sonado: ÒWe BelongÓ de Pat Benatar. La otra, por la pregunta que formula su t’tulo y que sacude mi interior: ÒIs This Love?Ó de Whitesnake.

Cuando suena ÒI Want To Know What Love IsÓ, de Foreigner, Ayukawa vuelve a susurrarme al o’do. Y lo que escucho retumba como un eco lejano, que va aumentado su volumen, y que me hace un da–o terrible. M‡s incluso que mis propias dudas: ÒÀEst‡ bien continuar as’?Ó. En medio de mi silencio, repaso el viaje que hemos realizado juntos hasta aqu’. Lo que hemos compartido. Lo que hemos vivido. Lo que me ha ense–ado. Lo que ha liberado. Lo que podr’a ser. Es cuando una respuesta brota para saciar su sed de preguntas: ÒEso s—lo lo sabe la verdadÓ. Justo lo que me veo incapaz de contarle. S’, soy un ego’sta. En este punto, no sŽ si recuperarŽ a Madoka. Lo que no quiero es perder a Ayukawa. Creo que se lo debo. Por desgracia, he sacado una lecci—n: en esta vida no se puede tener todo.

ÒBrothers In ArmsÓ de Dire Straits sirve de puente para el cierre del Cheek Time. Es la cr—nica de una despedida. Una agridulce declaraci—n de amor que me rescata de lo que estoy viviendo. Y que me recuerda quŽ debo hacer: ÒCanÕt Stop Loving YouÓ, de Phil Collins. Justo al final de la canci—n, le pido a Ayukawa que me espere junto a la barra. Aprovecho para ir al lavabo. Me lavo el rostro y observo mi reflejo en el espejo. Estoy viviendo algo que aconteci— hace casi veinte a–os. Algo que ya no va a volver. Quedarme junto a Ayukawa ser’a retroceder en el tiempo. Acaso lo deseo porque no he tenido unos œltimos meses nada felicesÉ Hasta que tropecŽ con ella. Sin embargo, yo he sido, en gran parte, el causante de que haya sucedido as’.

Las dudas me asfixian durante un buen rato. Es otra de las sensaciones que rescato de mi adolescencia. Finalmente, decido aparcarlas y volver a la barra. Por desgracia, lo que veo no me agrada: Ayukawa ahoga sus penas a golpes de vodka y brandy. Por primera vez en varios d’as, la vuelvo a ver fumar. El cigarrillo que descansa a medio quemar sobre el cenicero me lo indica. Y lo que es peor: los buitres ya han acudido a revolotear a su alrededor. Me acerco para tratar de sacarla de all’. Lamentablemente, bajo el alcohol es ind—mita. Pero muy dŽbil:

– ÁDŽjame en paz! ÁNo puede ser!

– ÁNo quiero!... Y menos en el estado en el que est‡s.

Intenta abofetearme, pero la esquivo. Uno de los carro–eros se encara conmigo: – ÀÁQuiŽn te crees que eres!? ÁPonte a la cola!

– ÁSoy su novio!

– ÁPareces m‡s bien su padre!

Estas palabras hacen que Ayukawa reaccione. Finalmente, paso su brazo por mi espalda y pago la cuenta. La saco del local y me la llevo a la playa que hay junto a la torre de oficinas. Espero que la brisa del mar le aclare las ideas. La luna creciente ilumina las zonas donde no llegan las farolas. Poco a poco, va recuperando la conciencia. Nos sentamos en un banco de cemento y la rodeo con mis brazos. Le acaricio los cabellos y disfruto del perfume de su cuerpo y el tacto de su piel, casi olvidados para m’.

Tan absorto estoy con ella que no lo veo venir. Alguien me golpea por la espalda y me deja medio inconsciente. Antes de que me quiera dar cuenta, un grupo macarras se ha llevado a Ayukawa hacia la arena, donde no hay luz. Son los mismos buitres que revoloteaban a su alrededor en el Lt. BlueberryÕs. Uno de ellos le tapa la boca para que no grite. En circunstancias normales, se deshar’a de ellos sin problemasÉ Sin embargo, borracha es terriblemente vulnerable. Corro tras ellos para rescatarla. Por desgracia, dos de los tipejos se vuelven hacia m’, a modo de barrera. No puedo vencerles en la pelea. Me siento impotente. Son m‡s j—venes, m‡s r‡pidos, m‡s fuertes. Estoy pr‡cticamente noqueado y su merced. Los otros tres se r’en: ÒÁMirad a papi, ya no puede defender a su ni–a! ÁTranquilo, nosotros vamos a convertirla en mujer!Ó. Sacando fuerzas de la nada, voy hacia ellos. Pero los otros dos me sujetan. El cabecilla de los macarras rompe primero la camiseta y el sujetador de Ayukawa. Luego las braguitas. Ella intenta revolverse. En el giro de su cuello, se desprende uno de sus pendientes rojos.

Y entonces, sucede lo inesperado. Una avalancha de im‡genes del pasado junto a mi mujer, y del presente junto a ella corre, salvaje y elŽctrica, a travŽs de mi mente. Algo que hab’a dormido, bajo el deseo una vida normal, despierta. Es una rabia contenida que alimenta mi cuerpo y que me nutre de unas energ’as que cre’ perdidas. No hay ni luces ni destellos de alto voltaje que asusten a nadie. Sin embargo, si alguien pudiera visualizar lo que se est‡ fraguando en mi interior, se sentir’a aterrorizado. Los poderes a los que hab’a renunciado vuelven a estar activos. Y esta vez, con una potencia infinitamente superior. Da igual que Ayukawa sea virgen o no. Nadie va a tocarla. Guiado por esa fuerza brutal que domina mi ser y que se ha disfrazado de celos, levanto la barbilla:

– Ni se os ocurra tocarla... O lo lamentareis el resto de vuestras vidas.

Los cinco macarras se r’en a carcajadas. Es lo œltimo que van a hacer. Al mover un poco mis brazos, los cuerpos de quienes me retienen chocan. La colisi—n de sus cabezas resulta tan bestial que ambos quedan noqueados. Los otros dos tipejos, que est‡n sujetando a Ayukawa, se abalanzan contra m’. Lanzo mis pu–os para golpearles. Ni tan siquiera les toco. Como simples hojas de un ‡rbol ca’do, ruedan por la playa y caen redondos. Me aproximo poco a poco hacia el cabecilla. Sus ojos manifiestan primero incredulidad. DespuŽs, un terror infinito ante lo que ha visto. La suelta y la deja sobre la arena. TambiŽn retrocede paso a paso. Ya no sonr’e. Al contrario: est‡ suplicando clemencia. Podr’a tenerla. Pero mi lado m‡s oscuro y retorcido me pide que no quede impune. Finalmente, tomo una decisi—n: le ofrezco la mano. Pobre imbŽcil. Intenta aprovechar el gesto, revolverse y atacar. No puede. Sujeto con facilidad pasmosa sus dos manos. Quien no atiende a razones debe recibir una buena raci—n de su propia medicina. Con simple gesto, los diez dedos quedan hechos a–icos. Se retuerce de dolor. Me da igual: ÒÁLargaos bien lejos de esta ciudad! ÁO tened por seguro que lo que os he hecho hoy ser‡ muy suave comparado con lo que os suceder‡!Ó.

Quien ha quedado en pie huye despavorido. Ayukawa yace en el suelo medio desnuda. La cubro con mi americana y la tomo entre mis brazos. Abre un poco los ojos y sonr’e. No me dice nada. Tan solo me acaricia la cara y nuestros labios se encuentran. Como se encontraron bajo el ‡rbol de los recuerdos. Como han ido encontr‡ndose a lo largo de los a–os. Con el mismo sabor. Durante casi una eternidad. Cuando retiro mi rostro un poco para reconocer el suyo, me susurra algo que me deja paralizado:

– Domō arigatō. Me has vuelto a salvar la vidaÉ Kasuga-san.

Finalmente, se desmaya. Me ha identificado. Guardo el pendiente perdido en el bolsillo de su chupa. El instinto que me gu’a no me da tiempo a pararme a pensar en el por quŽ. El eco lejano de las sirenas me obliga a analizar la situaci—n y actuar. Hablar con la polic’a representa dar explicaciones inc—modas. Y no podemos volver al hotel en taxi con este aspecto. Menos aœn Ayukawa. La tomo en volandas. Tras mucho tiempo inactiva, decido utilizar la teletransporatci—n. Afortunadamente, encuentro con facilidad las rendijas espacio - temporales que me permiten desplazarme. Nuestros cuerpos aparecen detr‡s de unos matorrales plantados en la entrada del hotel. Ella no puede entrar en el estado en que est‡. M‡s preguntas no deseadas y presencia de la autoridad garantizada. Decido llevarla a su habitaci—n utilizando mis habilidades. La dejo descansando en la cama. Salvo el susto, la borrachera y los rasgu–os, no necesita cuidados mŽdicos. De m’ no puedo decir lo mismo. Me vuelvo a transportar al exterior y entro en recepci—n. De inmediato, los encargados de all’ llaman a las asistencias, que me exploran y me curan los hematomas y las heridas. Estoy de suerte. No tengo nada fracturado. Solo contusiones.

Recibo las llaves de mi habitaci—n y la de Ayukawa. Les pido, por favor, que le comuniquen a mi padre que dormirŽ hasta la hora de la comida. Tras las emociones vividas, me abandono a un sue–o profundo. Ni tan siquiera medito la raz—n que la ha conducido a identificarme de una vez. Duermo  tan deprisa que, cuando suena el telŽfono, imagino que van a despertarme para la comer. Sin embargo, me equivoco. Me dicen desde recepci—n que es una llamada urgente de Nueva York. Supongo que ser‡ Hikaru. Cojo el reloj de mi mesilla: las dos del mediod’a. De forma brutal, el miedo me hace aterrizar en la realidad. Primero temo lo que haya hecho Madoka. DespuŽs, lo peor: que la he perdido para siempre. Al cabo de un minuto, escucho la voz de quien fue mi kohai:

– Hola, Kasuga-sempai, ÀComo est‡s?

– Bien peroÉ Tu llamada es para decirme algo sobre Madoka, Àno? ÀEst‡ bien?

– S’É Lo que pasa es que se ha ido.

– ÀQuŽ?

– Aqu’ son las siete de la ma–ana. Me he levantado hace nada y me he encontrado su habitaci—n recogida. No ten’a ninguna de sus pertenencias. Ni tampoco su equipaje. En principio, s—lo he encontrado un folleto de vuelos de Delta Airlines y la localizaci—n del aeropuerto JFK. Luego, encima de la mesa de la cocina, una nota que dec’a: ÒThank you very much por todo, Hikaru-chan. Vuelvo a casa. Tu onēsanÓÉ Supongo que habr‡ vuelto a casa de sus padres, en Seattle.

– ÀEst‡s segura?

– S’, tus consejos han servido para calmarla. Estos œltimos d’as han sido muy tranquilos comparados con los anteriores a nuestra œltima conversaci—n. ÀCu‡ndo acabas el reportaje?

– Casi est‡ listo. Una vez concluido, pedirŽ permiso a mi jefe y viajarŽ a los Estados Unidos para hablar con ella. Espero que aœn estŽ a tiempo de arreglarlo todoÉ Sin embargo, algo me dice que debo estar preocupado.

– ÀPor quŽ?

– Tal vez, por lo que me dijo una vez Manami-chan: ÒParece mentira que no conozcas a tu esposaÓ. Ya sabes lo caprichosa que es y que, a veces, tiende a mentir o a enga–ar para ocultar sus problemas. Espero equivocarme pero, aœn as’, llamarŽ m‡s tarde a mis suegros y a mi cu–ada. De todas formas, estoy en deuda contigo. Soy yo quien deber’a haber cuidado de mi mujer, no tœ.

– No te preocupes m‡s por ello. S—lo trata de resolver este l’o. Eso me har‡ feliz.

– Arigatō, Hikaru-chan. Cu’date.

– Igualmente.

Al colgar el telŽfono y sentarme en el filo de la cama, trato de entender quŽ est‡ tramando Madoka. El terror a que haya encontrado un nuevo amor me domina por un instante. Sin embargo, me doy cuenta de algo esencial: las cuerdas del tri‡ngulo no se han roto. Al contrario, m‡s que nunca est‡n vigentes. Mi esposa no har’a una cosa as’. La deuda que tiene con Hikaru ha aumentado todav’a m‡sÉ Hasta casi el infinito. El amor que sinti— por m’ casi le cuesta una amistad construida a largo de muchos a–os. Y ahora, m‡s que nunca, despuŽs de la ayuda recibida, no ser’a nada justo volver a jugar con sus sentimientos. En el peor de los casos, no sŽ si Hikaru ser’a capaz de abandonar a su marido por m’. No, tampoco ser’a leal despuŽs del esfuerzo que han tenido que hacer ambas para rehacer su v’nculo. Aœn as’, desconozco si guarda algo m‡s que una cordial amistad conmigo. Por mi parte, tampoco tengo derecho a hacerla sufrir m‡s de lo que lo hicieron mis dudas en el pasado. Y gracias a Ayukawa, he podido comprender a Madoka y encontrar la forma de devolverle lo que perdimos. Por desgracia, ahora no sŽ quŽ hacer con ella.

Me visto y utilizo la teletransportaci—n para entrar en su habitaci—n. Sigue durmiendo ajena a todo, desnuda. Lamento haberle quitado la ropa, pero no pod’a descansar con ese aspecto. A pesar de la vergŸenza pasada, me agrad— poder contemplar, de nuevo, el precioso cuerpo de mi esposa. Me acerco a ella y le peino los cabellos. Las l‡grimas se escapan. ÀQuŽ hacer? No puede quedarse conmigo. Si ambas se tocasen, mi mujer desaparecer’a para siempre. Pero no puedo condenarla a la soledad eterna. No se lo merece. Le debo tanto y me ha hecho tan felizÉ Ojal‡ estuviera Ojīchan presente para ayudarme.

Vuelvo a mi habitaci—n para que mi padre no me eche en falta. Al contemplarme, se asusta por los rastros de las magulladuras y los golpes. S—lo le digo que tuve un peque–o altercado, y a–ado que la chica est‡ bien, en su habitaci—n. En tono susceptible, me pregunta si utilicŽ los poderes. Tengo que ser muy ir—nico para responderle. De haberlo hecho, no estar’a en semejante estado. Concluyo coment‡ndole que, en cuanto acabe la redacci—n del reportaje, me encargarŽ de los ni–os. Tras la comida, me vuelco en el trabajo. De tanto en tanto, me acerco a la habitaci—n de Ayukawa para ver si ha despertado. Aœn duerme. Los efectos de la borrachera de anoche han sido devastadores.

Al caer la noche, entro en su habitaci—n a oscuras. Sacudido por los remordimientos de obligarla a irse de mi lado, me acerco y le beso en la frente. Justo en ese instante, Ayukawa despierta:

– Hola, Kasuga-san.

– ÀDesde cuando supiste quiŽn era?

– Desde el momento en que te vi en la Plaza del Teatro Griego, en el Parque GŸellÉ Al principio dudŽ. Tras una bœsqueda tan larga, no me lo cre’a peroÉ Anoche, cuando nos besamos, el perfume de tu piel me record— la primera vez que nos encontramos, cuando yo era una ni–a. ÀPor quŽ no me llamas por mi nombre?

– AyukawaÉ S’ te explicara la verdadÉ Me considerar’as un monstruoÉ Y huir’as de m’.

La verdad. Esta hora le pertenece. Tengo que cont‡rselo. Igual que lo hice con Madoka antes de iniciar juntos nuestro camino. Espero que lo asimile tan bien como ella. Sin embargo, vuelve a sorprenderme:

– Si es por los poderes, no te preocupesÉ Eso quŽ importaÉ Cuando me he enamorado de ti.

– ÀC—mo lo sabes?

– Cuando me salvaste la œltima vez, Hikaru-chan me cont— lo que hab’as hecho antes del rescate. Anoche, cuando tumbaste a aquellos tipos, ya no me qued— ninguna duda: eras tœÉ Por desgraciaÉ Todo esto es una quimera.

– ÀPor quŽ?

– ÁÁÁPorquŽ tienes esposa e hijos!!!

– ÀPor eso te emborrachaste?

– ÁÁÁS’!!!É ÁÁÁPorquŽ quer’a dejar de so–ar!!! ÁÁÁEste sue–o se ha convertido en una pesadilla!!!

Sœbitamente, la puerta se abre y alguien enciende la luz. Ambos creemos que ser‡ un miembro del servicio. Sin embargo, nos quedamos paralizados al reconocer el cuerpo de quien ha entrado, que est‡ exactamente igual. Viste un traje de una pieza color lila, zapatos rojos y una boina vino Burdeos estilo Bonnie & Clyde. ÁEs Madoka, mi mujer!

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Cap’tulo 7: Hasta la vista (LlŽvame al cielo)

 

 

Nuestro descrŽdito nos deja congelados. ÀQuŽ hace Madoka aqu’? La miro a ella. Miro a Ayukawa. Las dos se observan estupefactas, casi aterrorizadas. Tan fr’o me he quedado que ni tan siquiera reparo en dos detalles. La atm—sfera, que se ha enrojecido; y una voz, que llama a mi mente:

– ÁCorre, otōsan! ÁSaca a okāsan de la habitaci—n!

De detr‡s del cuerpo de Madoka aparece Izumi. Esta vez, de palabra, insiste en su petici—n:

– ÁSaca a okāsan de la habitaci—n, r‡pido! ÁS—lo tenemos un minuto y medio!

Cuando el ambiente empieza a cubrirse de una niebla roja, entiendo quŽ ha pasado. Mi hijo mayor ha utilizado el reloj de Ojīchan. Lamentablemente, es demasiado tarde. La escena vuelve a cobrar vida. Todo est‡ perdido. M‡s cuando veo como Madoka se acerca hacia donde estamos Ayukawa y yo.

Afortunadamente, sucede algo en principio inesperadoÉ Aunque no tanto si pienso como se comporta mi mujer en segœn que situaciones: cae redonda al suelo. Me giro hacia la cama. Ayukawa tambiŽn se ha desmayado como consecuencia del shock. Izumi, sorprendido por las reacciones, no sabe quŽ decir. Casi olvidaba que ambas, a parte de no soportar nada bien el terror, digieren aœn menos los sustos y las escenas impactantes. Finalmente, tomo a mi esposa en volandas  y me la llevo a mi habitaci—n. Para evitar males mayores, la encierro. Lo mismo hago con Ayukawa. Si ambas se tocasen, la primera desaparecer’a para siempre. Ya en el pasillo, pido a mi hijo que se acerque. Lo hace paso a paso, con timidez:

– ÁÀSe puede saber de d—nde has sacado el reloj?! ÁÀQuŽ no sabes que fue un regalo que me hizo Obāchan?! ÁÀPor quŽ lo has utilizado?!

– ÁPorque pensŽ que estabas enga–ando a ofukuro-san!... Gomen nasaiÉ No deber’a haber dudado de ti, otōsan.

Est‡ aflorando todo el resentimiento acumulado a lo largo de este tiempo. Empieza a sollozar. DespuŽs, derrama l‡grimas a flor de piel. Realizo un gesto que casi hab’a olvidado: acariciarle los cabellos, lisos y casta–os. Luego la barbilla. No sŽ porquŽ, pero algo me dice que Žl sabe mucho m‡s que yo de todo esto. Creo que le debo una disculpa:

– NoÉ Soy yo quien tiene que pedirte perd—n por haber actuado as’. Dime, ÀquŽ te hizo pensar eso?

– La mujer que te ha acompa–ado durante tu trabajo. Estaba muy enfadado contigoÉ En estos œltimos meses me he sentido muy soloÉ Vale que ha viajado Takashi-ojīchan pero Akemi-chan y Kenji-chan tambiŽn est‡n igual, aunque se les ve’a muy contentos por venir aqu’É Que hubieras empezado a salir con ella hubiera sido el colmo. Sin embargoÉNo sab’a por quŽ, esa mujer ten’a un aire muy familiar a okāsan.

– GomenÉ Ahora ya sabŽis que ser mayor no es un juego. Todo es mucho m‡s complicado. Por favor, dime quŽ est‡ pasando. Nos estamos jugando sus vidas.

– Lo sŽ, otōsan. DŽjame que acabe de explic‡rtelo todo. Le preguntŽ a Takashi-ojīchan c—mo os conocisteis ofukuro-san y tœ. Me cont— lo del sombrero rojo de paja, lo del parque, la relaci—n entre vosotros y Hiyama-sanÉ A continuaci—n, le ped’ que me ense–ara fotos de okāsan cuando era joven. Vi las que hay en tu memoria USB. Me di cuenta de que la mujer con quien estabas era idŽntica a ella. Entend’ que hab’a pasado algo raro relacionado con los poderes de la familia. RecordŽ que ella nos hab’a explicado que, una vez, Ojīchama la hab’a enviado al pasado para buscarte. Y entonces, hable con Žl.

Esto œltimo me deja patidifuso: – Espera, espera. ÀCon Ojīchan?

– ÁBingo!É Supongo que esto no te lo explic— peroÉ Dentro del clan, siempre hay alguien que transmite todas las habilidades a su descendencia. Esto ha sucedido durante generaciones. A travŽs de la telepat’a, el sempai, que normalmente est‡ en la otra vida, explica al kohai el uso que debe hacer de Žstas. Cuando Akemi y yo est‡bamos en el vientre de okāsan, recibimos todos los poderes de la familia. A diferencia de otros Kasuga, que para adquirir los nuevos deben buscarlos, nosotros s—lo tenemos que despertarlos.

– ÀC—mo?

– A travŽs de la concentraci—n. Akemi tambiŽn los ha heredado. Lo que pasa es que ella no es tan h‡bil como yo. La formaci—n en artes marciales que okāsan nos impuso me ha ayudado mucho en ese aspecto. En resumen, tengo los mismos poderes que Ojīchama.

Ahora entiendo lo que estaba haciendo el muy pervertido en nuestra boda. Y pensar que algo tan insignificante se ha convertido en una cosa tan inmensa. La concentraci—n. Comprendo c—mo me fue posible actuar anoche de aquella manera. Hab’a reencontrado algo dormidoÉ Un momento. Ha dicho que puede comunicarse con Žl:

– TambiŽn quiere hablar contigo. Tenemos que solucionar este l’o de inmediato. Fue Žl quien me dijo para quŽ serv’a el reloj. Me pidi— que lo utilizara si todo se complicaba. Lo encontrŽ en un baœl, en la azotea de casa, donde tenŽis vuestras cosas. Lo que no recordaba era que ofukuro-san ten’a tanto miedo a los poderes.

Casi olvidaba que puede leer mi mente: – ÀEntiendes por quŽ le promet’ que no los volver’a a usar? Por ahora, no le digas nada de que lo que ha pasado.

– De acuerdo. Pero con una condici—n.

– Dime.

– Que no la vuelvas a abandonar... Ella tambiŽn se ha sentido muy sola.

– Eso est‡ hecho. Ya sabes lo que significa para m’. ÀC—mo puedo hablar con Ojīchan?

– Pon tu mano sobre mi cabeza.

Izumi cierra los ojos y se concentra. No dejo de maravillarme. La energ’a que desprende es muy superior a la m’a. Escucho su voz llamando a Ojīchan. Al cabo de unos segundos, puedo o’rlo. A pesar de que no puedo leer mentes, puedo escucharlos y responderles a travŽs de mis pensamientos:

– QuŽ tal Kyōsuke-chan, ÀC—mo est‡s?

– Aliviado. Menos mal que puedo escucharte. Expl’came quŽ ha pasado.

– Ver‡sÉ De entre las mœltiples vidas que una persona puede vivir, me voy a centrar en dos referidas a tu mujer que, por cierto, Àsigue siendo tan sexy como anta–o?

– ÁÁOjīchan, ahora no es el momento para eso!! ÁÁAdem‡s, est‡ tu bisnieto delante!!

– Vale, vale. A lo que iba. Dos Madoka-chan. Ambas se han encontrado contigo siendo unas ni–as de doce a–os. Ambas tienen el sombrero de paja rojo, que es lo que os uni—. Sin embargo, hay una diferencia.

– ÀCual?

– La una pertenece a un universo en el que tœ no has nacido pero tus hermanas s’, el que conocemos como mundo paralelo. La otra, en uno en el que s’ existes, pero en el que no os habŽis vuelto a encontrar, a pesar de habŽroslo prometido.

– Y eso, Àc—mo es?

– Porque la familia Kasuga nunca llega a instalarse en Kanagawa. TambiŽn ambas sufren un accidente y fallecen sus padres y hermana mayor. Tras Žste, el alma de la Madoka-chan del mundo paralelo sigue el camino l—gico, esto es, cruza el r’o Sanzu a la espera del destino que le deparen los guardianes. Sin embargo, el de la otra, que deber’a haberse quedado en su cuerpo, pasa al de la chica que permanece en el mundo paralelo. Para entendernos, es como tener dos botellas de sake tibio, vaciar el contenido de una y llenar Žsa misma con el de la otra.

Ahora entiendo lo que significa la vivencia de Ayukawa en estado de coma. Ese choque de fuerzas de succi—n y repulsi—n. Fue el momento en que cambi— de cuerpo pero, Àpor quŽ?:

– Por el salto accidental que hiciste al mundo paralelo desde el pasado, cuando tœ y tu mujer coincidisteis. El motivo es que vuestras existencias est‡n ’ntimamente ligadas. Y ambas se buscan como dos fuerzas complementarias. De ello me di cuenta en cuanto la vi. Aunque Obāchan deseaba que fuera Hikaru-chan tu esposa, sab’a que Ayukawa-chan era la elegida. Es algo que desaf’a las leyes de la raz—n y la ciencia. El agujero negro por donde ambas avanzan a la bœsqueda de respuestas. Algunos lo asocian al destino, otros a los dioses. Los caminos de los poderes son insondables, hasta para m’.

– Un momentoÉ Entonces, si yo no existo en el mundo paralelo, Àpor quŽ nos encontramos en su infancia, en esa dimensi—n?

– Porque los cambios se producen en el pasado, en cosas que ya han sucedido. Al tener que cumplirse el v’nculo entre ambos, vuestros encuentros en la dimensi—n paralela fueron forzados. En realidad, no se deber’an haber producido. Tœ no hab’as nacido. Sin embargo, al saltar a ese mundo, todo se alter—. Vuestro segundo encuentro fue consecuencia directa de ese hecho. A parte de que jam‡s os deber’as haber conocido all’, y a pesar de estar vinculados por el sombrero rojo, ella deber’a haber fallecido. S—lo la muerte o la no existencia de una de las partes es capaz de romper ese nexo. Como ya te he dicho, tu salto lo evit—, en parte. Muri— el alma, pero no el cuerpo.

– Y ahora, resp—ndeme a la pregunta clave: ÀC—mo ha podido pasar de la dimensi—n paralela a mi mundo?

– Por aquello que os une. Es una fuerza natural que tiende a buscar su otra parte. Es capaz de avanzar a travŽs del tiempo y el espacio. Por eso ella, con el cuerpo de la dimensi—n paralela y el alma de un mundo en el que existes pero en el que no os habŽis encontrado, ha podido saltar hasta donde tœ est‡s. Ahora mismo, el cuerpo al que pertenece ese alma est‡ vivo, en la dimensi—n en la que te dicho, pero inerte. Existe una ligaz—n, pues el contenido, a pesar de haber estado en diferentes dimensiones, est‡ todav’a conectado al recipiente. Y hay que devolverlo a su lugar.

La explicaci—n, a pesar de resultar complicada en apariencia, se puede entender. Sin embargo, sigo teniendo dudas. La muerte como ruptura del v’nculo. ÀQuŽ hubiera pasado si yo hubiera fallecido en Bosnia?:

– A pesar de los poderes, creo que ya te he dado la respuesta.

– ÀY el encuentro bajo el ‡rbol de los recuerdos?

– Se producir‡, pero un poco m‡s adelante. Pero antes, hay que volver a colocar el sake en su botella correspondiente. Izumi-chan me ayudar‡ en esa tarea.

Ahora que lo mencionaÉ Ojīchan no me ha respondido a dos cosas: ÀC—mo ha logrado saber todo esto y por quŽ entreg— los poderes a mis dos hijos?:

– Kyōsuke-chan, en algunas cosas no cambiar‡s. En lo tocante a lo segundo hay dos razones: la primera, ya te la ha explicado antes Izumi-chan, Ádespistado! La segunda se adopt— por un motivo de seguridad: para evitar que capturaran al maestro, que es quien m‡s sabe. Fue la forma m‡s fiable de transmitir el nœcleo de los poderes de una generaci—n a otra.

– ÀY en lo primero?

– Esto tiene que ver con el clan. Todos los Kasuga tenemos buenas relaciones con los guardianes del r’o Sanzu. Por eso me enterŽ del desajuste. La verdad es que jam‡s te deber’a haber mandado al pasado. Pero bueno, en ocasiones no se pueden prever las consecuencias de las variaciones. S—lo enmendarlas. Por cierto, Obāchan est‡ en la otra orilla. Me he escapado un rato para que me deje en paz y pueda contemplar la feria. Si supieras lo que pasa por aqu’É

– ÁÁQuieres parar ya de una vez, pervertido!!

Observo a Izumi, que primero me mira con cara de estupor. Est‡ claro que no conoc’a esa faceta de su bisabuelo. Luego, sonr’e: ÒAhora entiendo porquŽ Kenji-chan es as’Ó. Llega el momento de solucionar este l’o. Sin embargo, a pesar de que Ayukawa y yo nos volveremos a encontrar en otra dimensi—n, un hecho me entristece. No tendr‡ ni padres ni hermana:

– No te preocupes, Kyōsuke-chan, eso tiene soluci—n. Como ya te he dicho, se puede alterar el pasado. Lo que no se puede prever es quŽ va a pasar. Por cierto, Àconoce la otra chica nuestro secreto?

– S’É Antes de desmayarse, me lo ha reconocido. Tuve que intervenir en ambos mundosÉ A fin de cuentas, todo esto tambiŽn es culpa m’a.

– Bien, ahora escœchame con atenci—n.

Ojīchan nos explica c—mo devolver a Ayukawa a su cuerpo. Tras esto, nos despedimos. Definitivamente, tendrŽ que mejorar mi telepat’a para poder comunicarme con Žl si vuelven a haber problemas. Escucho unos golpes contra la puerta de mi habitaci—n. Madoka se ha despertado. Corro hacia all’. No quiero ganarme una queja por alterar el orden a estas horas de la noche. Abro y entro dentro. Mi esposa y yo nos quedamos quietos y nos miramos por un instante. DespuŽsÉ Me llevo un sonoro bofet—n en mi mejilla magullada. Vuelve a ser ella. Esta vez no vacilo. La abrazo con todas mis fuerzas. Siento el tacto de su piel, el olor de su pelo, el peso de su cuerpo. Nuestros labios se encuentran en un beso largo, ligeramente nicotinado, y amargo por el dolor que ambos hemos sufrido. Por el da–o que le he hecho y que, tal vez involuntariamente, ella me ha producido:

– Kasuga-kun, Àpor quŽ?

– Porque vuelves a ser quien conoc’É Porque me tengo bien merecida la bofetada que me has dadoÉ Porque deber’a haber sido as’ desde el principioÉ Porque te he echado mucho de menos.

Izumi se echa en brazos de Madoka. ƒl tambiŽn ha notado su ausencia. A pesar de que sus caracteres, muy similares, chocan a menudo. Todas las escenas que estoy viviendo casi las hab’a olvidado. Como el hecho de que aœn no he hablado con Ayukawa:

– Ve a ver a Akemi-chan y a Kenji-chan. Est‡n con Takashi-san. Tœ tambiŽn, Izumi-chan.

– ÀA d—nde vas?

– A ver a la otra chica. Tengo que explicarle lo que ha pasado.

– ÀQuiŽn es?

– Alguien a quien creo que ya viste cuando Ojīchan te mand— al pasado y te declaraste en los columpios del parque.

– À?

– Onegai shimasu, es muy importante para ambas. Luego te lo cuento.

Al entrar en la habitaci—n de Ayukawa, la encuentro en la cama, plegada sobre sus rodillas, con la cabeza agachada. Su mirada es triste, perdida. Todav’a conserva el rastro de las l‡grimas derramadas en sus mejillas. Incluso as’, la sigo encontrando terriblemente bella:

– No llores, por favor.

– ÁS’ tengo que hacerlo! ÁTodo se ha acabado!... Aunque, viendo quien es tu esposa, me quedo m‡s tranquila. De hecho, ahora que lo recuerdoÉ TambiŽn vi a alguien que se parec’a mucho a mi hermana mayor. Tiene gracia: hablamos un rato, le preguntŽ si eras su novio y le dije que me gustabas y que, algœn d’a, ser’a tu esposa. ÀNo ser’a?É

– S’. Sin embargo, el viaje no acaba hasta que se llega a la estaci—n final.

– ÁQuŽ m‡s da!É En mi caso, ya no es as’. Perd’ a mi familia, he sacrificado a mi œnica amiga y ahoraÉ Te pierdo a ti.

– Eso todav’a est‡ por ver. Aœn tienes una promesa que cumplir. PrimeroÉ Te debo una explicaci—n... ÀRecuerdas lo que me contaste que te hab’a pasado estando en coma, despuŽs del accidente?

– S’, las dos fuerzas que me arrastraban y repel’an en medio de una luz muy clara.

– SencillamenteÉ Cambiaste de cuerpo.

– ÁÀQuŽ?! ÁÀC—mo es posible?!

El rostro que me ofrece es una mezcla de estupor y curiosidad ante lo que le narro. Si le cuento toda la verdad, me arriesgar’a demasiado. El p‡nico y el terror la condenar’an para siempre. Si se la oculto, puede cometer una estupidez antes de reencontrarnos. Que sea otro yo, a ser posible soltero, quien le cuente en profundidad los secretos familiares. Tengo que encontrar un punto medio que me permita orientarla y conseguir que me haga caso:

– No te puedo explicar exactamente la raz—n. Ya te confesŽ que los poderes ocultan un lado monstruoso. S—lo te puedo decir que tiene que ver con nuestro œltimo encuentro. El salto que has dado en el tiempo tambiŽn guarda relaci—n.

– Y ahora, ÀquŽ va a pasar?

– Tendr‡s que volver a casa.

– ÀC—mo?

– Espera un momento.

Voy a buscar a Izumi a la habitaci—n de mi padre. All’ est‡n todos, sonrientes, felices. Como si la pesadilla que hemos vivido no hubiera acontecido. Le pido que venga un momento. Asiente y me acompa–a. Al entrar, noto como tiembla. Ha tomado conciencia de que quien tiene enfrente es a su madre con menos edad. Sabe que debe que ser cuidadoso:

– Cierra los ojos. No tengas miedo.

Percibo como, a travŽs del dedo que apunta a su frente, desprende una energ’a ’nfima en apariencia, pero brutal en intensidad. Le est‡ marcando el camino a seguir. Tras retir‡rselo, le pide que los abra. Me toca indicarle los pasos:

– Escœchame con atenci—n. Ma–ana regresar‡s a Tōkyō, no sŽ si ser‡ v’a Londres o v’a Par’s. Desde aqu’ no hay vuelos directos. Lo primero que har‡s ser‡ volver a cruzar las curvas de Okutama en moto. Uno de sus tœneles es la puerta que te devolver‡ al mundo del que vienes.

– Entonces, Àno te volverŽ a ver?

– Te he dicho que el viaje no acaba hasta que se llega a la estaci—n final. ƒsa es s—lo la primera. A continuaci—n, vuelve a tu casa por otro lado y recolecta todas las fotos que tengas relacionadas con tu familia y tus amigos.

– Pero no tengo ninguna tuya.

Es cierto... Suerte que se me ocurri— imprimir en papel foto dos muy especiales: la que nos sacamos juntos en la Fachada del Nacimiento de la Sagrada Familia y una de nuestra Žpoca de gakuen en el Kōryō. Se las entrego de inmediato:

– Ahora s’. No te preocupes. Lo que importa no es como podr’a haber sido tu vida, sino como va a ser. Compra un ‡lbum nuevo con tapas rojas y coloca todas las fotos seleccionadas all’. DespuŽs, ve al Parque del Toshima En y sube a su monta–a rusa con el ‡lbum y el sombrero de paja rojo bien sujetos. Cierra los ojos. Cuando vuelvas a abrirlos, habr‡s vuelto al lugar al que realmente perteneces.

– Y, Àentonces?

– Deber‡s ir hacia los Alpes Japoneses, no muy lejos de los l’mites del Parque Nacional, en Nīgata, y localizar un lago con dos islas llamadas Hombre y Mujer.

– À?

– No me mires as’, yo no les puse el nombre. All’ cerca hay una peque–a aldea. Pregunta por los Kasuga. Encontrar‡s a mis abuelos. Son muy agradables y seguro que estar‡n encantados de recibirte. Ellos te ayudar‡n a localizarme. Y sobretodo, dos cosas: no hagas estupideces y no pierdas la fe. Si conf’as en m’, hazme caso. Y recuerda: tienes una promesa que cumplir.

– ÀQuŽ pasar‡ con mi futuro?

– Eso no lo sŽ. S—lo que la muerte es la œnica que, seguro, lo puede alterar. Y ahora, descansa. Ma–ana te acompa–arŽ al aeropuerto y hablaremos.

Me abrazo con ella y le beso en la frente. Da igual que sea ella o mi mujer: el mismo peso, el mismo olor, el mismo tactoÉ Por fin, las mismas sensaciones perdidas. Salgo de la habitaci—n y me dirijo hacia donde est‡ mi familia. Madoka ha tra’do unos souvenirs para los ni–os. Conversamos un rato hasta media noche. Tras esto, los acostamos. Mi padre tambiŽn se va a dormir. Mi esposa y yo nos quedamos a solas. Al mirarnos a los ojos, entendemos que no tenemos que pedirnos lo que necesitamos: un tiempo para nosotros. Un tiempo para hablar. Permito que ella llame primero a la escuela de mœsica donde ense–a. En Tōkyō es primera hora de la ma–ana. DespuŽs, soy yo quien lo hace a la sede del diario para conversar con mi jefe. Suerte que le cojo a esa hora, en la que suele estar de buen humor. Le comento que el trabajo ya lo he concluido y que la cr—nica est‡ en el buz—n electr—nico de la redacci—n.

Una vez resuelto todo, dialogo con Madoka. Ambos salimos a la calle para disfrutar de la brisa nocturna. Tengo que averiguar las razones de su precipitada marcha de Nueva York. Sin embargo, antes me acaricia el rostro y me pregunta por mi aspecto:

– ÀQuŽ te ha pasado?

– Algo parecido al incidente que vivimos hace a–os en la discoteca Moebius por culpa de Akane-san. Y si lo preguntas, el motivo ha sido el mismo: proteger a alguien especial.

– À?

– Te lo explicarŽ en otro momento. Pero ahora, me gustar’a saber por quŽ en lugar de volver a Tōkyō has venido hasta aqu’.

– Te lo dijo Hikaru-chan, Àno?

– S’É Ya sŽ que le prohibiste hablar conmigo, pero ella te sigue queriendoÉ A pesar del da–o que le hemos hecho. Me dijo que volv’as a casa, pero no te esperaba aqu’.

– Es verdad, no se merec’a estoÉ Por cierto, que chica tan guapa la que acabo de ver.

Primero, mi esposa adopta un aire serio. Lo que acaba de decir lo ha hecho con un tono entre ir—nico e insinuativo. Es una de las cosas que m‡s me gustan de ella. Enfadado, respondo:

– ÁNo es lo que parece!

Finalmente, se r’e a carcajadas. Por fin veo su sonrisa angelical, tras tanto tiempo de dolor. A continuaci—n, le hago una propuesta:

– Si me dices por quŽ has venido hasta aqu’, te explico quŽ ha pasado.

– De acuerdoÉ Unas noches atr‡s tuve una pesadilla. So–aba que estaba en el jard’n de casa, con los ni–os. Est‡bamos sentados bajo el porche, con las enredaderas llenas de rosas bien floridas, repasando las lecciones. De pronto, escuchaba la voz de Izumi-chan, que me llamaba. Me dec’a, ÒOtōsan est‡ con otra mujerÓ. Era alguien mucho m‡s joven, seguramente practicando el enkō. Caminabais por la calle, al otro lado del seto.

– ÀC—mo lo dedujiste?

– Por el sēji fukan que vest’a. Lo incre’ble fue reconocerlo: era el del Kōryō. Pero lo m‡s inveros’mil estaba por llegar. Pod’a ver su rostro. Y no me lo cre’a: era yo misma, abrazada a ti. Como si todo este tiempo que hemos vivido no hubiera transcurrido. Al despertarme, pensŽ que todo era producto del alcoholÉ Sin embargo algo, no sŽ exactamente quŽ, me estaba diciendo que estabas en peligroÉ Y no quer’a perderte para siempre.

– ÀPor eso viniste?

– S’É Primero llamŽ a mis padres. Me dijeron d—nde estabas y en quŽ hotel te alojabas. DespuŽs, tuve que buscar un vuelo que me condujera hasta aqu’. Me cost— mucho pero, finalmente, encontrŽ uno directo de Delta Airlines que sal’a a las siete de la ma–ana del JFK. He llegado a las ocho de la tarde, hora de aqu’, pero no me esperaba esto.

Guardo silencio por un instante. Mientras contemplo la bas’lica del Tibidabo, iluminada por los focos naranjas, me centro en el Ôsue–oÕ de Madoka. Definitivamente, mi hijo ha adquirido unos poderes infinitamente superiores a los m’os. Me queda muy claro que todo es obra suya: ha generado una visi—n, la ha enviado y se ha comunicado con su madre, que dorm’a a m‡s de seis mil kil—metros. Es casi imposible que uno sue–e consigo mismo. Desconozco si Ojīchan habr’a sido capaz de tal cosa. El tacto de la mano de mi mujer, acarici‡ndome los dedos, me devuelve a la realidad:

– ÀQuŽ te preocupa?

– El sue–o que tuvisteÉ En parte, era cierto. No te lo expliquŽ en su momento pero, cuando los dos estuvimos en el pasado, rodŽ por los 99/100 escalones que llevan al parque y saltŽ a un mundo paralelo en el que no hab’a nacidoÉ Pero en el que tœ exist’as. Esa persona es quien has visto.

– ÀLa misma que me dijo que, algœn d’a, ser’a tu esposa?

– ÀCuando?

– Yo tampoco te lo expliquŽ. Durante el rato en que estuviste ausente, charlamos. Me dijo que te agradaban las chicas femeninas y me reconoci— que le gustabas y que, algœn d’a, se casar’a contigo. Incluso estuvimos a punto de darnos la mano. Sin embargo, escuchŽ tu voz y una fuerza extra–a las repeli—. Cuando vi a mi hermana mayor, entonces lo entend’.

– ƒsa es la raz—n por la que te he mantenido encerrada en mi cuarto. Otro d’a te explicarŽ en quŽ consiste la teor’a del caos. El caso es queÉ Gracias a ella, he comprendido d—nde he metido la pataÉ

– No te preocupes, eso es parte de tu encanto. Como el esforzarte por hacerlo lo mejor que puedes... Siento haber tenido que responder de esta formaÉ

– TambiŽn es muy propio de tiÉ El problema ha estado en no haberlo entendido antes. No quiero que te pongas celosaÉ

– ÀComo, de mi misma?

– Le debo el hecho de que, a su lado, he vuelto a ser quien eraÉ Y espero que eso ya no vuelva a cambiar.

Le acaricio los cabellos. Nuestros cuerpos se encuentran en un abrazo deseado, aœn m‡s intenso que el anterior. Los labios, en un beso todav’a m‡s largo y mucho menos amargo. Al separar nuestros rostros, le pido un favor:

– Espero que no te importe peroÉ Esta noche, dŽjame dormir solo por œltima vez. Si lo hago a tu lado, sentir’a que estoy traicionando a alguien a quien le debo mucho.

– Te entiendoÉ No quieres sentirte violentado... DormirŽ con los ni–os. Nos vemos ma–ana. Dale las gracias a la chica de mi parte.

– M‡s bienÉ D‡selas a Izumi-chan.

Al d’a siguiente, acompa–o a Ayukawa al aeropuerto de El Prat. Ha tenido suerte: en el Par’s - Charles de Gaulle hay un vuelo de JAL que parte hac’a Tōkyō a œltima hora de la tarde. Por el camino, nuestras manos se entrelazan en una caricia agridulce. No deja de ser mi esposa, aunque sea con unos a–os menos. Y merece el mismo buen trato. Creo que se lo debo. Adem‡s, soy una de las personas que m‡s ha querido en su vida. Y nos vamos a separarÉ Espero que por poco tiempo. En la terminal, primero nos abrazamos. Nos miramos a los ojos. No hablamos. No voy a olvidarla. No va a olvidarme. Luego, como los adolescentes que hemos sido, nos fundimos en un beso eterno. A nuestro alrededor, todo se silencia: el murmullo de la gente, el eco de la megafon’a, el sonido de los carros y las maletas. Y muta hac’a cosas conocidas: el alborozo de los ni–os jugando en el parque, el piar de los p‡jaros, el susurro de la hierba sacudida por el viento. Como si estuviŽramos a la sombra del ‡rbol de los recuerdos. Ambos lloramos. Yo, porque veo como una parte de mi vida se marcha. Para volver a su lugar. Ella, por el miedo ante lo desconocido:

– Este beso sabe a Sayōnara.

– No. Sabe a ÔHasta la vistaÕ. Ten fe en lo que te he dicho y cu’dateÉ Mi esposa y yo te agradecemos lo que has hecho. Nos veremos. No sŽ cuando, pero te prometo que nos veremos. Recuerda que tienes que cumplir una promesa. Ah, una œltima cosaÉ Por favor, dŽjate el pelo largo.

– ÀPor quŽ, Kasuga-san?

      Porque, por alguna raz—n, te sienta bien.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Cap’tulo 8: Kyosuke & Madoka (En el muelle) (A 21)

 

 

De vuelta al hotel, conecto el ordenador a la red y env’o un e-mail al jefe Yagami, coment‡ndole que le llamarŽ a primera hora de la ma–ana segœn el GMT de Tōkyō. A–ado mi intenci—n de quedarme unos d’as m‡s, y le emplazo a explicarle las razones por telŽfono. Paso el resto del d’a como deber’a haber sido desde hace tiempo: en familia. Visitamos otros rincones de la ciudad, como Montju•c o la zona del puerto. Los ni–os disfrutan como ya casi no recuerdo. Por la noche, le pido a Madoka que me permita trasnochar un poco para realizar una llamada muy importante a la redacci—n de mi diario. Al mirarme, accede.

Al d’a siguiente, como premio a su buen comportamiento, llevamos a los ni–os al parque de atracciones del Tibidabo. Mientras disfrutan junto a su ojīchan, Madoka y yo nos dirigimos al mirador de la bas’lica. Cae la noche y, junto al reflejo anaranjado del sol poniŽndose, disfrutamos de las luces de la ciudad, que acaban de despertar. La vista es realmente bella. Nos recuerda mucho a la que se puede contemplar desde los hills cercanos a Los çngeles. Solos, sin nadie molestando alrededor, mi mujer me toma por la espalda y me acaricia los cabellos. Aunque normalmente nos reprimimos en pœblico, ambos estamos tan hambrientos de cari–o que lo necesitamos:

– ÀA quiŽn ten’as que llamar anoche?

– Al jefe Yagami-san. Era para anunciarle mi intenci—n de cogerme las tres semanas de vacaciones que me corresponden.

– ÀC—mo se lo tom—?

– Al principio se enfad—. Ya sabes como es: ÔQuŽ si me dejas en la estacada, quŽ si no tienes suficientes vacaciones con lo que viajas, quŽ si ten’a un reportaje importante para ti, bla, bla, blaÕ...

– ÀY quŽ le dijiste para que accediera?

– Que en esta vida hay cosas mucho m‡s importantes que una buena cr—nica o un magn’fico sueldo. Suerte que no tuve que dar m‡s explicaciones. Es un cabezota redomado y de mente muy cerradaÉ Pero, en el fondo, es un hombre comprensivo. Me dijo ÔTienes raz—n, la familia es lo primeroÕ.

– Yo tambiŽn he pedido permiso para ausentarme unas semanas de la escuela de mœsica. Han analizado mi situaci—n y han aceptado. Adem‡s, ahora empiezan las vacaciones estivales. Lo que no sŽ es quŽ vamos a hacer con los ni–os.

– Volver‡n a Jap—n con Takashi-san. Creo que lo entender‡n.

– ÀEl quŽ?

– Que necesitamos un tiempo para nosotros, sobre todo otōsan y Manami-chan. Tal vez ahora m‡s que nunca. Me pregunto c—mo le voy a compensar a mi hermana peque–a todo lo que ha sufrido por mi culpa.

– Acaso no haga falta. Existe gente a quien eso no le importa, con tal de proteger a aquellos a los que aprecian. S—lo esperan ser correspondidos si llega el caso. Nada m‡s. Piensa en Hikaru-chan. Ella tambiŽn ha padecido lo suyo.

Cierto. No pod’a permitir que su onēsan perdiera la raz—n. Me acaricia la mano. Nuestros cuerpos y labios se encuentran en un tacto de anochecer dulce y relajado. Cada vez disfruto m‡s del perfume de mi mujer. De su olor, de su sabor, ya sin rastros de nicotina, de su pelo. Acaso por lo mucho que la he llegado a echar en falta. Normalmente, cuando ha sido as’, nos hemos reencontrado de forma violenta, feroz y desesperada. Sin embargo, tras todo el da–o que nos hemos hecho mutuamente, no me atrevo a que nuestras pieles se reconozcan desnudas en el lecho. El abismo que nos ha separado debe cerrarse lentamente. Las tierras, como los cuerpos, deben encontrarse. Ahora mismo estamos como al principio de todo, volviendo a empezar. Nos sentimos como dos adolescentes miedosos y avergonzados, aœn incapaces de confiar el uno en la otra. Mejor reservarlo para aquello que aœn le debo.

Reflexionando sobre la vida de Ayukawa, tomo conciencia de lo mucho que puede llegar a variar una existencia si se cambia el m‡s m’nimo factor. Igual que en una gran ecuaci—n matem‡tica. Casi sin querer, acuden a mi mente los recuerdos del concurso que encumbr— a mi esposa como nuevo talento en ciernes. El eco de la pregunta emerge en la oscuridad hasta hacerse palabra:

– Madoka-san, hay algo que nunca te he preguntado. ÀQuŽ habr’a pasado si no nos hubiŽramos conocido?

Mi çngel guarda un largo silencio de meditaci—n. Su rostro adquiere una expresi—n de profunda tristeza. La misma que me ofrec’a cuando era incapaz de comprender algo. La que la hac’a tremendamente atractiva a los ojos de la gente. Finalmente, responde:

– En prisi—nÉ MuertaÉ O en Estados Unidos.

– ÀPor quŽ dices eso?

– Porque, desde ni–a, desconfiaba de los finales felices. Las ausencias de mis padres reafirmaron ese sentimiento.

En parte, es cierto. Al saber m‡s detalles de la vida de mi mujer, entend’ d—nde hab’a nacido esa Ayukawa ambigua que conoc’ en el Kōryō. La desatenci—n y el ambiente estricto en el que creci—. Si a–ado la soledad que padec’a, no hay que ser muy brillante para concluir que todo aquello era la v‡lvula de escape por donde se fugaba su lado m‡s arisco. Sin embargo, tambiŽn conoc’ el inmenso talento que guardaba como instrumentalista, letrista, cantante y compositora. Su vida podr’a haber tomado otro sendero muy diferente. Le acarici— los dedos para prepararla ante una pregunta que, tal vez, resulte dura en la contestaci—n:

– ÀY por quŽ no una Pop Idol?

– Por la misma raz—n por la que, cuando tuve la oportunidad, no regresŽ junto a mis padres.

– ÀNo ser‡É?

– S’É Por ti.

Instintivamente, le acaricio el rostro y la beso largamente. La respuesta me ha dejado muy sorprendido. Pero sŽ que hay m‡s razones. Y quiero conocerlas. Sin Žstas, soy incapaz de comprender. No quiero dejar un agujero que permita que, lo que hemos padecido, se repita:

– ÀS—lo por m’ o hay alguna raz—n m‡s?... Por favor, las necesito para saber hasta que punto te importo.

– Hay otras que, indirectamente, tienen que ver contigoÉ Ten’as raz—n en lo que le dijiste a tu jefe. Hay cosas en la vida m‡s importantes. La mœsica me ha dado muchas satisfaccionesÉ Sin embargo, me priv— de poder disfrutar de mis padres. Y hab’a algo que tuve claro en el instante en  quŽ aspirŽ a tener familia: no quer’a que mis hijos sufrieran lo mismoÉ

Y sin embargo, no es as’: Izumi ha sido un claro bot—n de muestra. Me parece que la petici—n de vacaciones es s—lo el primero de los muchos pasos que voy a tener que dar para evitar que, lo que ha acontecido vuelva a suceder:

–É En el momento en el que te conoc’, entend’ que merec’a la pena sacrificar algo de ese sue–o. Tœ has sido quien ha logrado sacar lo mejor de mi misma. Tu honestidad no ten’a nada que ver con lo que hab’a conocido. Hasta entonces, algunos s—lo estaban interesados en reclutarme para sus bandas de gamberros y, sencillamente, me respetaban por ese hecho. Mientras que los otros, me tem’an y me acusaban de delincuente haciendo caso de lo que se hablaba sobre m’. Hikaru-chan y sobretodo tœ habŽis sido los œnicos que me habŽis aceptado tal cual soy. A pesar de tus meteduras de pataÉ Y tu inmadurez.

– ÀÁA quiŽn llamas inmaduro!?

Medio en broma, la agarro de la cintura y alzo tan arriba como me permiten mis fuerzas. ViŽndola sonre’r as’, parece mentira que hayamos sufrido tanto. Siento haber despertado de una pesadilla. Y me alegra enormemente:

– ÁKasuga-kun, ya est‡ bien, b‡jame por favor!É Tranquilo, sigue siendo parte de tu encantoÉ

Nos besamos. Mi çngel prosigue su narraci—n. Su sonrisa se apaga como el sol que se pone. Ninguna de las palabras que me est‡ revelando me dejar‡ indiferente:

–É Sin embargo, Hikaru-chan se interpuso y decid’ apartarme de en medio y resignarme. Se lo deb’a a mi Ôhermana peque–aÕ. Por desgracia, pelear contra lo que dicta tu propio coraz—n es algo que acaba por destrozarte. Por eso me marchŽ a Estados Unidos cuando todos supieron la verdad. Aunque Hikaru-chan pens— que estaba jugando con vuestros sentimientos, en verdad necesitaba liberarme de ese peso, tanto tiempo soportado, que me estaba asfixiando. Siento haberte hecho esperar, pero lo ten’a que hacerÉ Si ella no se hubiera retirado, seguramente parte de mis aspiraciones se habr’an perdido y me hubiera convertido en una StarÉ O en una autŽntica delincuente. Mi vida habr’a sido muy distinta.

Al besarnos de nuevo, nos miramos a los ojos. Los de Madoka tienen algo muy importante que decirme. Es la conclusi—n a la que ambos, por caminos distintos, hemos llegado:

– Quiero que me prometas una cosa.

– Dime.

– Cuando yo estŽ ausente, y espero que sea como mucho unas doce semanas al a–o, quiero que estŽs junto a los ni–os. Y que permanezcas fuera, como mucho, un tiempo similar al m’o. Yo te prometo que, durante esos d’as, me quedarŽ a su lado.

– ÁUf! Ser‡ dif’cil... No te lo puedo garantizar al 100%. S—lo que lo intentarŽ. Y m‡s ahora, despuŽs de lo que ha sucedido.

– Con eso me basta.

Ambos volvemos al parque de atracciones. Ya en el hotel, todos nos reunimos y les explicamos nuestros planes. Nuestros hijos asienten. De una forma u otra, han entendido que es muy importante para sus padres. Aunque a veces es indomable, me alegra tener un hijo como Izumi. Un par de d’as m‡s tarde, nos despedimos de ellos en el Aeropuerto de El Prat. Volver‡n a Tōkyō v’a çmsterdam-Schipol en un vuelo de KLM. Kenji llora creyendo que no nos volver‡ a ver. Madoka y yo le prometemos estar de vuelta antes de su cumplea–os. Le traeremos un regalo muy especial. Los d’as siguientes los dedicamos a visitar la ciudad con m‡s calma y a hacer excursiones con una Harley Davidson Chopper alquilada. Vamos al Parque Natural del Montseny, a Montserrat, a las bodegas del PenedŽs, a Sitges, a la playaÉ E incluso, al museo de motos de Basella. Unas veces conduzco yo, pero mi esposa lo hace la mayor parte del tiempo. Est‡ encantada con la idea de recuperar sensaciones casi olvidadas. Como Ayukawa, disfruta contemplando autŽnticas joyas sobre dos ruedas. Paso a paso, al igual que cuando nos conocimos, vamos recuperando mutuamente la confianza perdida por nuestros errores. Lo que nos ha separado se diluye poco a poco.

Finalmente, le pido un d’a libre para realizar unos preparativos. Hay algo que le debo desde aquella noche m‡gica en Yokohama. Y ha llegado el momento de devolvŽrselo con creces. El d’a elegido es una festividad muy t’pica de la zona: San Juan. Aunque no podremos contemplar el Natsu Mastsuri, disfrutaremos de algo parecido. La ciudad entera se llena de hogueras y fuegos artificiales. Por la tarde, paseamos por Las Ramblas. Madoka lleva un vestido de color indeterminado y calza unas sandalias indeterminadas. En una de las muchas tiendas de souvenirs que hay all’, reconozco un objeto para regalarle: un sombrero de paja rojo. Mi çngel sonr’e maliciosamente:

– Ya tenemos uno en casa.

– S’, pero este es tan especial como el primero. Me alegro de que nos hayamos reencontrado y volvamos a empezar.

Tras ponŽrselo en la cabeza, nos besamos un largo rato. Seguimos nuestro camino a travŽs del Puerto Viejo y atravesamos el barrio de la Barceloneta. Llegamos a la zona del Paseo Mar’timo y las dos torres. Al entrar en la zona de locales del Puerto Ol’mpico, el coraz—n se me encoge. Los hechos acontecidos junto a Ayukawa todav’a permanecen frescos en mi memoria. Finalmente, nos detenemos en el espig—n. El atardecer pinta el cielo de un naranja caprichoso. El eco de las gaviotas pone la banda sonora original. Y, por primera vez en mucho tiempo, el sue–o se convierte en realidad. De entre los acordes de las aves emergen las notas de un piano. A continuaci—n, un viol’n se une a las teclas en un cadencioso crescendo. No tardan demasiado en sumarse varios m‡s en un ascenso de notas emocionante. Hasta que un s—lo de saxof—n melanc—lico y el chocar de unas baquetas dan la rŽplica. Nos quedamos mir‡ndonos frente a frente:

– Hay algo que debo decirte.

– ÀEs importante?

– Tal vez, s’É Aunque te parecer‡ una tonter’a.

– Viniendo de ti, ten por seguro que no.

– Desde la primera vez que te vi en aquellas escalerasÉ Yo supe que me hab’a enamorado de ti.

– Madoka-san.

– Kyosuke-kun.

Se lanza a mis brazos. Nuestros labios se encuentran para comprobar, definitivamente, que esto no es un sue–o de adolescencia, sino acontecimientos que quedar‡n en nuestra memoria para siempre como cosas vividas. Poco nos importa que el sombrero se vuele y se caiga al suelo. La mœsica sigue sonando en mi cabeza. Los violines vuelven a preguntar y el saxof—n no tarda demasiado en responder. Tomo a mi mujer de la mano y le pido que me acompa–e al Hotel Arts, que ocupa una de las dos torres gemelas de la zona mar’tima. En la recepci—n, pregunto por un paquete que hab’a pedido que llevaran all’. Se lo entrego a mi esposa y le indico que se dirija a una habitaci—n conocida como la Rox Room. All’ es donde deber‡ abrirlo. No le comento nada m‡s: es mi primera sorpresa.

Pasada media hora, Madoka aparece radiante y tremendamente bella. Viste un yukata azul claro con flores blancas y un obi rojo. El mismo que llevaba en el primer Natsu Matsuri que compartimos juntos en el Abakabu. Calza un par de geta y lleva el pelo recogido en una cola de caballo. Entre las manos sostiene un abanico. Al contemplarla, me quedo igual de paralizado que entonces. Y ella, sonrojada, me mira con la misma cara de vergŸenza que en aquella ocasi—n. Finalmente, la tomo de mi mano y nos dirigimos al restaurante para cenar. Tras el banquete, salimos para disfrutar de la brisa de la noche. La luna llena nos acompa–a. Al principio tengo un poco de miedo por lo acontecido d’as atr‡s. Sin embargo, el hecho de ver como m‡s gente se deleita con las hogueras, los fuegos artificiales y las verbenas, me libera de ese peso poco a poco. Ni tan siquiera reparo en el detalle de que mi mujer no viste al uso occidental. Ni me importa. Yo ya me siento afortunado teniŽndola a mi lado.

Tras un largo rato de paseo, volvemos al Hotel Arts. Madoka se queda sorprendida. Pensaba que regresar’amos a nuestro alojamiento en la avenida Diagonal. Le comento que s—lo ser‡ esta noche. Todav’a tengo que mostrarle una segunda sorpresa. Sonr’e con timidez y vergŸenza. Ha llegado el momento de reencontrarnos totalmente. Y esta vez no es como las otras. Ha pasado tanto tiempo y hemos olvidado tanto nuestros cuerpos que sentimos el mismo miedo que la primera vez. El d’a oscureci— hace un buen rato sobre las miles de calles de esta ciudad. Tanto mi coraz—n como el suyo laten descontrolados. Le cojo la mano para ahuyentar el p‡nico que nos domina. Salimos del ascensor y entramos en la Rox Room. La puerta se cierra tras nosotros y nos quedamos cara a cara. Cerramos los ojos avergonzados porque en esta ocasi—n nos vamos a desnudar hasta los huesos. El sue–o cobra vida.

Cuando los abrimos, nuestros cuerpos entran en calor. Cuando se encuentran entre besos abrazos, caricias y roces comprobamos que no estamos excitados, sino nerviosos y emocionados. No hay violencia, sino miedo y ternura. La misma que exist’a cuando, al principio, nos cit‡bamos cada noche. Cuando caemos sobre el lecho y nuestras bocas recorren paso a paso nuestros cuerpos, las ventanas se abren de par en par. Al colisionar, entendemos que Žse es el gran momento que hemos logrado en esta carrera de locos que es la vida. Cuando nos situamos cara a cara y sentimos como el fuego se acerca a nuestras bocas, comprendemos hasta que punto nos hemos sentido solos y abandonados, y nos hemos echado tanto de menos. Al final, cuando todo se inunda, caemos dormidos en un profundo sue–o. Y cuando despertemos, desearemos que todo haya sido verdad.

Un timbre tenue zumba en mis o’dos. Es la alarma de mi reloj. Con suavidad, retiro el brazo de Madoka, que rodea mi cuerpo y me levanto. El cielo todav’a est‡ oscuro pero al final del horizonte se adivina la claridad del sol a punto de salir. Cojo una de las sillas y me siento frente a la ventana. Desde las alturas, primero contemplo el baile de las olas en la playa. Luego, las aguas del mar haciŽndose m‡s claras. De golpe, unos brazos rodean mi cuerpo por detr‡s del asiento:

– ÁTe tengo!

Es mi esposa. Desnuda como vino a este mundo. Bella aœn como una diosa inmortal. Alegre y juguetona como en nuestra juventud. Se sienta en mi regazo y enrolla sus brazos alrededor de mi cuello:

– Domō arigatō, por esta noche tan maravillosa.

El beso es corto, como corresponde a un agradecimiento. Sin embargo, la emoci—n me traiciona y meto la pata:

– No tienes porquŽÉ Sabes que te lo deb’a.

– ÀQuŽ quieres decir?

Su gesto se ha torcido un poco. Trato de corregirme. Menos mal que los a–os han mejorado esa faceta de m’:

– Todav’a te deb’a una noche tan inolvidable como la que me ofreciste en YokohamaÉ Y aunque no haya sido tan fant‡stica como la de entonces, espero ofrecerte m‡s como Žsta sin esperar nada a cambioÉ Adem‡s, todav’a ten’a pendiente tu regalo de cumplea–os.

El beso que me da a continuaci—n es tan corto como el anterior, solo que con un sentido totalmente distinto. El de absoluci—n:

– No te preocupes si ha sido buena o no. Como ya te he dicho muchas veces, parte de tu encanto est‡ en el hecho de que siempre te esfuerzas al m‡ximoÉ Y esta vez no ha sido una excepci—n.

Finalmente, la emoci—n me traiciona otra vez:

– Arigatō, Ayukawa.

– ÁBaka! ÀPor quŽ vuelves a llamarme por mi apellido? Ni que fuŽramos extra–os.

– Gomen nasaiÉ Tal vez haya sido por la otra chica. O tal vez porque he estado a punto de olvidar quiŽn eres.

Guardamos silencio. El sol, una bola redonda, naranja, caprichosa y apagada, ya ha aparecido. Vuelvo sobre lo que me acaba de decir: ÒNi que fuŽramos extra–osÓ. De pronto, recuerdo el beso en el espig—n. Y la pregunta se dispara sin que pueda pensarla:

– ÀPor quŽ me llamaste ayer por mi nombre en el muelle?... ÀPor quŽ sigues utilizando mi apellido si soy tu marido?

Mi çngel me ofrece una sonrisa familiar. La de una ni–a peque–a que ha tenido un capricho y quiere satisfacerlo:

– Fue sin quererÉ Si siempre lo hiciera as’, me olvidar’a de lo que significas para mi, Kasuga-kun.

Igual que una bombilla de bajo consumo, el sol empieza a encenderse. Madoka se alza por un momento y se sienta entre mis piernas. Nos abrazamos y besamos con m‡s fuerza. A travŽs de nuestros ojos y nuestra memoria, ambos estamos grabando todos estos momentos. Para no olvidarlos durante el resto de nuestros d’as.

 Lleg— la hora de la verdad. Mientras en el vuelo de vuelta a casa, Kasuga se pregunta como le ir‡n las cosas a Ayukawa, ella permanece paralizada ante las puertas del Parque del Toshima En. Es un milagro que todav’a permanezca en pie. Cuando ambos se encontraron por segunda vez, iba a ser demolido. Sin embargo, un importante grupo de inversores lo evit— en parte y se reabri— unos meses m‡s tarde reformado y con nuevas atracciones. Atr‡s quedan las curvas de Okutama, que le han permitido volver al mundo paralelo. No tard— demasiado en comprobarlo: la polic’a la detuvo e interrog— en el primer control. Atr‡s quedan su hogar y el Abakabu, vac’os por la ausencia de sus seres queridos. Atr‡s quedan Hikaru y Yūsaku, felices por compartir sus vidas. Atr‡s quedan todos los colegas perdidos. La sangre derramada. Las luchas inœtiles. Y en frente, el œltimo paso que debe dar en esa dimensi—n a la que, supuestamente, no pertenece. Aunque, repasando lo vivido, le cuesta creerlo. Enfrente est‡ la monta–a rusa. El futuro incierto. Como le indic— Kasuga, lleva puesto el sombrero de paja rojo y sostiene un ‡lbum de fotos con tapas rojas que guarda una selecci—n de las im‡genes de su vida. El aire mece sus cabellos, largos y libres.

En el control, el vigilante le dice que no puede subir con los objetos que lleva en la mano. ÔAfortunadamenteÕ, uno de sus compa–eros la conoce Ôdemasiado bienÕ. Le dice que no ponga pegas. Provocar a ÒLa de la pœaÓ no es una buena idea. La monta–a rusa arranca y, r‡pidamente, acelera su velocidad. Ayukawa sostiene con fuerza, entre sus piernas, ambas cosas. El recorrido es corto. Lo œnico que siente es la sensaci—n de vŽrtigo acelerado. Nada m‡s. Al detenerse, su rostro muestra una profunda decepci—n. Contempla las mismas caras. El mismo lugar. Lentamente, se levanta y abandona la atracci—n. Primero suspira. DespuŽs, sonr’e forzadamente. La frustraci—n est‡ a punto de quemar la fe que ten’a en que todo iba a salir bien. El sentimiento de que aquello que vivi— en Barcelona fue un sue–o la va dominando poco a poco. Ante eso, mejor acabar de una vez para siempre.

Sin embargo, antes de que pueda pensar en una forma de poner fin a sus d’as, otra sensaci—n aparece de la nada: la de desvanecimiento. Sus pisadas se hacen pesadas, lentas, dŽbiles. Su cuerpo se mueve de forma torpe y dubitativa. Las fuerzas le abandonan al mismo ritmo que una botella al vaciarse. Asustada, sostiene el ‡lbum de fotos y el sombrero de paja rojo. Finalmente, su cuerpo cae derrumbado al suelo, sin vida.

El sentimiento se convierte en deseo cumplido. Esta vez s’ es el fin. Todo se ha acabado. Al fondo de la oscuridad, una luz cegadora la arrastra. El peso del cuerpo ha desaparecido. Vuela hacia all’ como lo hac’an aquellos que viajaban a Nunca Jam‡s. Cuando se aproxima, se hace m‡s grande y brillante. Justo como acercarse al sol. No obstante, otra fuerza opuesta la succiona y la aleja de la claridad. Su potencia es todav’a m‡s brutal. Tras un tira y afloja, las tinieblas acaban por llev‡rsela. El miedo ante lo desconocido la dominaÉ Hasta que, en medio de la nada, vuelve a notar el peso de su cuerpo. A pesar de no poder abrir los ojos y escapar de la pesadilla que est‡ viviendo, siente su movimiento. Siente su presencia. Lentamente, los abre. Primero, un poco. Es la claridad del d’a, que se cuela entre las rendijas de la persiana, la que le obliga a hacerlo as’. Una vez se ha acostumbrado al brillo, los mantiene abiertos con m‡s continuidad. Paso a paso, reconoce el lugarÉ Y a s’ misma: lleva un respirador artificial en la tr‡quea. Por encima de sus cejas, identifica un vendaje que cubre su cabeza. Y el lugar donde descansa es la cama de una unidad de cuidados intensivos de un hospital. Si esto es el cieloÉ

Las dudas ocupan su mente: Àha muerto de manera definitiva? ÀSigue en el mundo paralelo o ha vuelto al lugar que le correspond’a? Habr‡ que tener paciencia para comprobarlo. Justo en ese instante, una enfermera entra en el box y, medio asustada y sorprendida, la observa. De inmediato, sale corriendo en busca de los mŽdicos. No tardan ni dos minutos en llegar. IncrŽdulos y acelerados, la someten a mœltiples pruebas de la Escala de Coma Glasgow para chequearla. Est‡n ante algo incre’ble. En cada test que le hacen se quedan m‡s asombrados. 48 horas m‡s tarde, los doctores le retiran la respiraci—n asistida y le preguntan si puede o’rlos. Ayukawa asiente con un movimiento de ojos.

Le comentan que est‡ en la Unidad de Cuidados Intensivos del Hospital Universitario de Kawasaki. Lo que escucha a continuaci—n le hace llorar: a finales de 1982 tuvo un accidente de tr‡fico e ingres— en estado grave. A los dos d’as sufri— un paro card’aco y cay— al nivel 5 de la Escala de Coma Glasgow. No hab’a respuesta ocular ni verbal, y su cuerpo se acercaba pero no respond’a correctamente a los est’mulos externos. Hab’a permanecido en ese punto durante casi 6 a–os hasta hac’a 60 horas. Otro paro cardiaco hab’a vuelto a amenazar su vida. Sin embargo, tras ese incidente, hab’a acontecido lo inesperado: su cuerpo iba localizando los est’mulos con m‡s facilidad y la actividad neuronal se acercaba a la de una persona sana. Le comunican que es un d’a de primeros de enero del a–o 1989. Y, milagrosamente, no ha sufrido ningœn tipo de da–o neurol—gico o f’sico. Es m‡s, su cuerpo logr— resistir los golpes. Ahora mismo est‡ en el grado 9 de la Escala. A–aden que tardar‡ un tiempo en recuperar el habla y un par de meses en salir de la entrop’a.

Las l‡grimas siguen recorriendo las mejillas de Ayukawa. Ha vuelto a casa. Ha vuelto al lugar que le pertenece. Los 6 a–os de coma no han sido m‡s que un sue–o convertido, a ratos, en pesadilla. Sin embargo, todav’a desconoce la suerte de sus seres queridos. Y la duda de si se volver‡ a encontrar con quien le ha robado el coraz—n pesa demasiado. Como la impaciencia.

Afortunadamente, las respuestas no tardan en llegar. Unos d’as m‡s tarde, aparecen Hikaru y Yūsaku. Envueltos en l‡grimas se abrazan a ella. No pueden creer que su mejor amiga haya vuelto con ellos. Ayukawa pregunta con la mirada por sus padres y su hermana. Todos est‡n bien. Los primeros, como consecuencia del accidente, se turnan para cuidarla. Su padre est‡ en Otaru, una de las ciudades de Hokkaidō y viene de camino. Su madre viajar‡ con su hermana mayor, que vive en Seattle. Todo ello la hace muy feliz. Con el paso de las semanas, le ponen al corriente de todo lo acontecido en el Kōryō en su ausencia. Le comentan que, durante un par de trimestres, cursaron sus estudios un chico un poco peculiar y sus dos hermanas gemelas. Se hab’an mudado hasta siete veces a causa del trabajo de su padre, que era fot—grafo paisajista. Sin embargo, se rumoreaba que el verdadero motivo estaba en el hecho de que ten’an ciertas habilidadesÉ

A pesar de las dudas, Ayukawa recupera el habla en un par de semanas. Las enfermeras no dan crŽdito al esfuerzo sobrehumano que realiza para conseguir la movilidad de sus miembros. Se entrena sin descanso en el gimnasio de rehabilitaci—n. La impaciencia por lograr el alta y continuar la bœsqueda de Kasuga, ahora que s’ tiene una referencia clara, la empujan hacia delante. Por desgracia, en el cansancio, la sensaci—n de haber vivido un sue–o imposible, y de convertir a una de las personas que m‡s ha querido en una imagen irreal, la frenan. A pesar de todo, cuando repasa los hechos vividos o so–ados, entiende que el encadenamiento de sucesos tiene una coherencia y un fin. El reencontrarse con sus padres y su hermana mayor, reafirma ese sentimiento. El chico que le ofreci— todas aquellas indicaciones no era una visi—n. Es alguien que existe. En algœn lugar.

Al cabo de un par de meses, ya en marzo, consigue el alta mŽdica. Los peri—dicos del pa’s se han hecho eco del milagro: ÇLa hija de unos prestigiosos mœsicos despierta de un coma de seis a–osÈ. La prensa no tarda demasiado en echarse encima de ella. La excusa perfecta para disculparse ante sus padres, hermana mayor y amigos. Fiel a su forma de ser, Ayukawa prepara el equipaje el d’a despuŽs de abandonar el hospital, y se encamina hacia la penœltima estaci—n en su viaje: el pueblo de los abuelos de Kasuga. Primero, viaja en tren expreso hacia el interior durante cuatro horas y media. Al llegar a la estaci—n, situada en la prefactura de Nīgata, pregunta por un lago con dos islas, Hombre y Mujer. Est‡ de suerte: el empleado le indica quŽ autobœs debe tomar para acercarse a la zona. El trayecto dura otra hora m‡s. Al bajarse, las contempla. Es un lugar precioso. TambiŽn reconoce otro punto de referencia que le recomiendan visitar cuando observan su indumentaria: camisa roja de cuadros negros y amplios, pantalones ce–idos, chaqueta, botas de senderismo, mochila de monta–eroÉ Y un sombrero de paja rojo. El pelo lo lleva recogido en una larga trenza. La vista de la Roca Tengu, con sus nieves perpetuas, embellece aœn m‡s el paisaje.

Camina con pasos lentos e inseguros. Algo le dice que es demasiado perfecto para ser cierto. Ha vuelto a su mundo y ha recuperado a sus seres queridos pero, Ày si los abuelos del chico han fallecido? Al llegar al lago, se encuentra con un pescador. Con voz entrecortada y dubitativa, pregunta por los Kasuga. El hombre, un anciano bastante calvo, con pelo canoso y bigote ancho, que fuma en pipa mientras teje sus redes, le comenta que no est‡n en ese momento, pero que puede acompa–arle hasta su casa. Ayukawa tiene un poco de miedo. El sujeto en cuesti—n parece ser bastante pervertido. Ambos se adentran en el bosque y caminan por un sendero flanqueado por los ‡rboles. Sœbitamente, el anciano se gira y la asusta. Ella chilla y responde tratando de golpearleÉ Pero no puede. El hombre se r’e a carcajadas. Reconoce que se lo pasa muy bien asustando a las jovencitas. Justo en ese instante, su risa se distorsiona. Es como si su boca se hubiese quedado atrofiada. De detr‡s de unos matorrales, aparece una se–ora mayor muy amable con gafas. Le comenta que el gamberro que le ha gastado esa broma es su marido. A continuaci—n, le pide que le disculpe y que le acompa–e a su casa.

All’ le ofrece un tŽ. Es una caba–a de madera tradicional con un molino de agua junto a un riachuelo bastante caudaloso. La hoguera est‡ en el centro de la casa. Cuando observa a la chica, la anciana le comenta a su marido que todo esto le recuerda el momento en que su hija conoci— a su yerno, un fot—grafo amateur que hab’a viajado hasta all’ para retratar los paisajes de la zona. ƒste le pide que no dŽ m‡s detalles. Todav’a discute con su hija Akemi por la elecci—n que hizo. Sin embargo, reconoce que Takashi tuvo mucho valor para pedirle su mano. ÁOjal‡ su nieto fuese tan decidido para encontrar novia! El comentario le resulta divertido a Ayukawa. Agradece la hospitalidad y, pasados unos minutos de silencio, reœne las fuerzas suficientes para preguntarles si saben donde viven los Kasuga. Lleva mucho tiempo busc‡ndolos. Los anfitriones se r’en. Est‡ en la casa familiar. Antes de que le inquieran por la raz—n, Ayukawa les pregunta si el nieto al cual se refieren es Kyōsuke. A–ade si, por favor, le pueden mostrar una foto. Cuando la ve, las l‡grimas no tardan en escapar de sus ojos: es una imagen de Žl junto a sus padres y hermanas. Concluye que es una persona muy especial para ella. El rostro del anciano, serio y sin trazas de estar bromeando, acaba por despejar las dudas: ÒTe est‡bamos esperandoÓ.

Finalmente, el primer d’a de abril de ese a–o, en algœn lugar de Jap—n, sobre una colina alta, en la explanada de un parque, al final de los 99/100 (o 99,5) escalones, cerca de un ‡rbol de recuerdos, un sombrero de paja rojo vuelve a unir los destinos de dos personas tocadas por la varita m‡gica de la vida.

 

 

 

FIN

 

 

 

© 2007. Vize Yoshi. S—lo a efectos de reconocimiento de autor’a.

Copyleft 2008. Vize Yoshi. A efectos restantes.

Iniciado un 13 de Octubre de 2006.

Concluido en su redacci—n un 8 de Marzo de 2007.

 

 

 

Agradecimientos:

 

- A la gente de Dream Comics (Igualada, prefactura de Barcelona) sin los cuales este proyecto no podr’a ser le’da por todo el mundo.

- A Matsumoto Izumi, Takada Akemi y Terada Kenji (como debe ser con los sensei)

- A mi Sempai en el mundo del Manga Gajego Siryu, que comparte la misma pasi—n por Kimagure Orange Road.

- A los fan sites de Kimagure Orange Road existentes en Espa–a.

- A Carlos Alejo, todo un pionero (la gu’a me ha sido de gran ayuda) en lo tocante a Kimagure Orange Road, Mike S‡nchez, sus respectivos ayudantes, y todos aquellos que han aportado su grano de arena a travŽs de las traducciones de las novelas y los di‡logos del tomo 18 del Manga y de Shin Kimagure Orange Road. Nuestro verano acaba de empezar.

- A la gente de mangaproject.net (Ámillones de gracias!) por tener el enorme detalle de colgar el Manga en Internet (aunque sea la versi—n en inglŽs). Aqu’ en Espa–a no hemos tenido el placer de leerlo ’ntegro (ÁY quŽ placer!)

- A Robert Kwong y Stephen Tsai, que han inspirado la idea de crear un fan fic.

- A todos los que lean este fan fic. Desconozco si ser‡ el primero sobre KOR que se escribe en espa–ol. SŽ que no todas las cr’ticas ser‡n positivas, pero vaya por delante mi agradecimiento por leerlo.

- A todos  los incondicionales de Kimagure Orange Road repartidos por el mundo.